Una obra Incómoda, desafiante e imperdible
Hablar del peso de los silencios en los textos dramáticos del Premio Nobel de Literatura 2005, el británico Harold Pinter, es casi un lugar común. Cuando los leemos, nos preguntamos: ¿qué pasará en la escena mientras los actores hacen esos largos silencios? Rubén Szuchmacher en su puesta en escena de Viejos tiempos, texto de 1971, lanza una respuesta: en el escenario no pasa nada, en la platea pasa todo.
Viejos tiempos es una obra incómoda, desafiante. Si vamos al teatro buscando una anécdota lineal, no la encontraremos; si vamos buscando grandes explosiones emotivas, tampoco las encontraremos; si vamos queriendo comprender, racionalmente, no lo lograremos. Consciente de las dificultades del texto, el director argentino piensa que tal vez hubiera sido buena idea poner un letrero a la entrada de la Sala Xavier Villaurrutia del Centro Cultural del Bosque que rezara: “No trate de entender”.
¿Cómo se elabora la memoria? ¿Qué parte de lo que recordamos es verdad, qué parte es invención, qué parte es anhelo, qué parte es nostalgia de lo que nunca jamás sucedió? Un matrimonio, Kate y Deeley, recibe en las afueras de Londres la visita de Anna, una antigua amiga de Kate. Entonces, la escena despega llevada por las palabras: la música de antes, el cine de antes, los amigos de antes, el deseo de antes, allá, que se enreda con el de ahora, aquí; sin anuncio, sin aviso, la escena va al pasado, vuelve al presente.
De pronto se suspende, ahí, en el aire, en un largo y denso silencio que emana del escenario y llena toda la sala, disparando en el espectador los pensamientos, la memoria, la imaginación. El director, apegándose al gran texto que tiene en las manos, prueba toda su experiencia y habilidad, logrando involucrar al público en el hecho teatral, sin necesidad de aspavientos performáticos sensacionales, todo lo contrario, lo hace a través del silencio.
Haciendo el viaje de las palabras, yendo, viniendo y suspendiéndose con ellas, están tres experimentados actores, Laura Almela, Rosa María Bianchi y Arturo Ríos. Llevados por la buena mano de Szuchmacher, logran limpiar de su trabajo cualquier rastro del melodrama propio del estilo de actuación mexicano, y le dan a sus personajes una ligereza que los coloca en el plano etéreo de la memoria. Ubicados ahí, rememoran con cada palabra, anhelan con cada gesto, flotan con cada pausa.
Estos cuerpos se desplazan, se cruzan, se rozan apenas, se desean acaso, en un espacio propuesto por Alejandro Luna, maestro indiscutible del trabajo escenográfico en México. Luna enmarca el escenario como se enmarcan un cuadro o una fotografía, vehículos del recuerdo, y lo pinta de azul, el color de la nostalgia. Este manejo de colores fríos contribuye a crear la atmósfera ingrávida que envuelve toda la puesta.
Al fondo del espacio todo construido por ángulos rectos, incluyendo el mobiliario, sello muy personal de Luna, un hueco rectangular que propone una ventana se abre hacia un negro profundo, lleno de posibilidades, pero a la vez enigmático, como la memoria.
La oportunidad de disfrutar del trabajo de artistas maduros, en la plenitud de su capacidad creadora, y de ver sobre el escenario a tres de los mejores actores del país, hacen de Viejos tiempos una obra imperdible, que deja al espectador con una extraña sensación de estar allá, en un mundo muy personal que se inventa al recordarse, lejos del suelo, y del que esta obra, indudablemente, pasará a formar parte.