En el siglo XVII, Pedro Calderón de la Barca culminó una pléyade de escritores encabezada por Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Francisco de Quevedo y Luis de Góngora, que conformaron el Siglo de Oro Español, del que surgieron los paradigmas del arte literario en lengua castellana.
Dos siglos después, allende el mar, en el sur de los Estados Unidos, una fusión de música religiosa, cantos espirituales y working songs, tomaba forma para ponerle color y sonido a la melancolía de la población negra norteamericana: nacía el blues, género que influyó en toda la música popular de la unión americana durante el siglo XX.
En el siglo XXI, al sur del río Bravo, en un país llamado México, colonizado políticamente por España primero, y culturalmente por la Unión Americana después, un grupo de teatreros dirigidos por José Caballero fusionan ambas vertientes para llevar a escena El mayor monstruo del mundo.
“¿Sería posible amalgamarlos (al Siglo de Oro Español y al blues)? ¿Unir dos de nuestros amores en un espectáculo que gustase a alguien?” Se pregunta el director en el programa de mano.
Sí. El resultado de la a priori bizarra unión, es una puesta en escena musical harto disfrutable.
Una de las características del teatro en verso es, obviamente, su calidad rítmica, su musicalidad. Tal vez más que ninguna otra, la poesía del Siglo de Oro, construida bajo patrones formales estrictos, es melodía pura. De decir el verso a cantarlo, solo hay un paso. Ni qué hablar del blues, cuyo patrón rítmico es la base de géneros tan populares como el jazz y el rock and roll. Como elemento reactivo de la fusión, está el tema de la obra: los celos.
Como un lamento vive el celoso Herodes, Tetrarca de Jerusalén, su profundo amor por la hermosa Mariene, su esposa. Al estar separado de ella por la guerra, ante la inminencia de la muerte, su amor llega a un extremo monstruoso: querer arrastrar al objeto amado a la tumba para poseerlo en exclusiva, aún después de la muerte.
Cuando una alegría es brillante, abierta, enorme, se canta; cuando una pena es profunda, obscura, dolorosa, se canta. El canto es un vehículo para que el ser humano exprese sus más intensas emociones. Algunas partes de la obra, son francamente cantadas, con todo y coreografía incluida; otras, son dichas, pero siempre acompañadas por la guitarra, el bajo, la armónica y el piano, varios de estos instrumentos tocados por los mismos actores y hasta por el director, que se pone en escena como un director de orquesta, como un demiurgo que orquesta (valga la redundancia) el gran teatro del mundo.
Con un director experimentado que rescata el espíritu innovador, irreverente e investigativo del teatro universitario, y un versátil elenco que combina experiencia y juventud encabezado por Jorge Ávalos, cuyo estremecedor monólogo al final de la primera parte de la obra simple y sencillamente vale el boleto, El mayor monstruo del mundo es un muy refrescante acercamiento a un autor clásico de nuestra lengua.