Detrás de las estadísticas hay historias de vida y de muerte. Informa el Instituto Nacional de Migración que el año pasado los centros de detención en México recibieron y repatriaron a 88 mil 501 migrantes: 22 mil más que en 2011, cuando se detuvo a 66 mil 583 seres humanos.
Madres, padres, hijas e hijos, unos en busca de los otros. Y detrás de las cifras, también, reseñas de salvajismo: asesinatos colectivos como el de 72 personas en San Fernando, Tamaulipas; hallazgo espeluznante de tumbas clandestinas en la ruta de la muerte; desapariciones; secuestro de 11 mil migrantes tan solo en 2011, según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
Dicen quienes han investigado (y vivido) el drama de los migrantes, que el cruce de la frontera norte es un
infierno. El otro infierno está en México: hambre, sed, miedo, angustia, noches en vela ante posibles saltos,
emboscadas, falsos redentores, secuestros. La amenaza no tiene rostro: policías uniformados, empleados
migratorios, asechanzas criminales en miles de kilómetros de vías férreas, caminos y carreteras inseguras, sin ley o sin autoridad que haga valerla.
Vienen de toda América, pero nuestra cuota es pavorosa: 2 mil 350 municipios de México (el 96% del total), tienen registros de seres humanos que han tenido que abandonara la familia, en busca de mejores expectativas en los Estados Unidos.
Discursos y declaraciones van y vienen cada año, pero las violaciones a los derechos humanos, los secuestros, las desapariciones, los asesinatos y la impunidad continúan. Forman parte de la vergüenza nacional.