Conocí al maestro David Olguín en agosto del 2012. Yo entraba al último año de la carrera de actuación en el Centro Universitario de Teatro, y él acababa de poner en escena Los asesinos, obra que completaba su trilogía conformada también por La lengua de los muertos y Los insensatos.
David, nacido en 1963, egresado del mismo centro de formación teatral del que yo me gradué, fue el encargado de guiar a mi generación en la transición de la escuela a la vida profesional. Lo hizo a través de Los conjurados, obra de su autoría que estrenamos en noviembre de ese año, y que se mantuvo viva hasta julio del 2013. Con esa obra, en la víspera de su cumpleaños 50, David tomaba como tema a la juventud y su rebeldía, su fuerza, su capacidad de ilusión, de esperanza a prueba de todo, pero también su atolondramiento, su inconciencia, su entrañable irresponsabilidad. De paso, vagando por la escuela que lo vio formarse bajo la tutela de su maestro, Ludwick Margules, se encontraba con su propia juventud.
Hoy, con 50 años cumplidos y más de 20 de trayectoria, así define el Maestro Olguín la etapa profesional y artística que atraviesa:
“Es un momento de revisión de saberes, y a la par, estoy empezando a entender mucho de los profundos horizontes que implica hacer teatro. El hecho de estar trabajando en una maestría me está dando la ocasión privilegiada de reflexionar sobre lo que he hecho, sobre lo que estoy haciendo. Es un momento de intentar definir temáticas, materias, y pulsar con mayor claridad las herramientas del oficio. Eso me da mucho gusto, me entusiasma, me apasiona renovadamente, y me pone ante el maravilloso umbral de permitirme mucha libertad en los emprendimientos que he estado llevando a cabo últimamente. También me da la ocasión de entender de manera más profunda la diferencia entre lo que implica escribir para la escena y hacer la escena, trabajar con el colectivo en el espacio, en el tiempo, con un texto que se adecúa a fin de cuentas al sentido que se le halla en el escenario, y que quedará fijo en su forma escritural. Empiezo a ver ambos procesos en su profundo divorcio, pero a la vez en sus vasos comunicantes, que me resultan muy enriquecedores al poder reunirlos”.
A Los conjurados, obra cien por ciento centrada en la juventud, siguió en la carrera del maestro Olguín el montaje de Tío Vania, de Antón Chéjov, obra que tal vez habla de la juventud, pero de la que se ha perdido, de la que ya no está, de la que ya pasó, llevándose todo lo que ya no fue. Olguín utilizó la traducción de su maestro, Ludwik Margules, Premio Nacional de Ciencias y Artes 2003, quien llevó a escena la obra en 1978, en un montaje memorable.
“Tío Vania es un capítulo muy importante, porque es un momento de diálogo con la persona que me formó. Es haberme atrevido a hacer una obra que fue clave en su trabajo escénico, haber revisado los materiales que él escribió al respecto, descubrir elementos que fueron fundamentales en mi formación, pero a la vez establecer diferencias”, dice Olguín.
Más allá de esta especie de ajuste de cuentas con su maestro, del que Olguín saca como balance la convicción de que la grandeza del teatro está en la apuesta por la complejidad humana, Tío Vania le ha sido profundamente significativo porque plantea la crisis de edad y de vida en la que él se encuentra. Para el maestro Olguín, el gran drama de Vania, y del teatro en última instancia, es el tiempo. Al reflexionar sobre la obra, el maestro reflexiona sobre su vida, sobre “cómo de pronto una sabiduría vital se te queda en los hechos invisibles, en las decisiones que emprendes a cada instante de tu existencia, y pareciera que en buena medida el gran secreto de vivir está en eso: en cómo vas traduciendo la experiencia vital en sabiduría de vida. Para mí el meollo de entrarle a Vania era una reflexión sobre el tiempo; no se trata de vestuarios, de reconstrucción de época, de una visita arqueológica o historicista a Rusia. Mi aproximación es sobre el tiempo instalado en la médula de los personajes”.
Y al decir esto, noto a un David Olguín que verdaderamente siente lo que dice, una persona en cuya médula se ha instalado ese tiempo. Se lo hago notar; me responde:
“Evidentemente. Claro que hay una transformación personal, e inclusive un dolor a la hora de hacer la obra. Es la manera de involucrarte con el texto, con este tipo de historia. De otra manera no estimulas al actor, no lo estás mandando al tipo de mundo, a las convicciones y honduras que implica este tipo de material”.
Antes de emprender esta personal reflexión sobre el tiempo a través de la obra maestra de Chéjov, David Olguín se enfrascó en escribir y dirigir la trilogía conformada por La lengua de los muertos, Los insensatos (Premio Nacional de Comunicación Pagés Llergo 2010) y Los asesinos. Con esa trilogía, que tuvo como apéndice Los conjurados, el autor y dramaturgo entabló un diálogo con la actualidad e intentó una interpretación política de aspectos de la vida pública del país.
Olguín, que define su impronta autoral como “la búsqueda del lado metafísico en medio de una cultura política y social”, habla de los elementos que atraviesan esta serie de obras: el juego con el tiempo, una visión sobre la tragicomedia humana, una exploración sobre el sentido del mal y la gratuidad de la violencia, el lado oscuro humano. “Cuando no hay un Estado rector que les ponga un alto, un dique de civilización, esos impulsos feroces que ahí están florecen en cualquier momento. Eso es algo de lo que nos ha estado pasando: este país y esta cultura mexicana desconocían el punto de la violencia gratuita que hoy nos rodea”.
David Olguín es el tipo de director de teatro que busca a cada paso la verdad en escena, el significado profundo de lo que sucede; la busca en sus actores, la busca en él mismo. Cuando uno actúa para David Olguín, ve resonar en su director las palabras que dice en el escenario. ¿Cómo concibe David la posición del director, la apuesta vital de la que habla?
“El director depende del actor –sentencia–. En ese sentido, Margules lo definía (al actor) como ‘gloria y obstáculo’. Uno pone su vida a través de otros. Esa es la gran diferencia con el actor: que no está en tus manos. Como director propicias, eres una especie de médium, de conexión, de intérprete, pero a fin de cuentas es otro el que da vida. Claro que hay una gran apuesta, pero el riesgo mayor lo tienen quienes están ahí en el presente. Somos los que miramos, los que sufrimos porque las cosas no pasen, pero estamos fuera”.
Tan fuera y tan dentro del espectáculo como el director, está el espectador. Según Olguín, un director involucrado con su material es la entrada para que, a fin de cuentas, el espectador comulgue con la experiencia escénica. En las funciones de Tío Vania, según lo ha visto el propio director, se logra esta comunión:
“Lo que pude ver fue a un espectador emocionado. Un espectador que entre más experiencia vital tenía, le era mucho más hondo el calado emocional y filosófico de la obra. Para este espectador, la obra era como gotas de agua que iban colmando, una tras otra, el vaso de su contenido vital, creando una enorme identificación con el material”.
David Olguín afirma que cada vez piensa más en el espectador al momento de trabajar en un espectáculo, pues el teatro se hace para establecer una comunicación con él: “sin que ello signifique una especie de obsecuencia con el espectador, se vuelve rey de mis reflexiones”.
Le pido entonces a David una opinión sobre la situación actual del teatro mexicano con respecto a su público. Mientras el teatro comercial parece estar viviendo un gran momento, el “teatro de arte”, aunque no en crisis, parece continuar cerrado a un estrecho círculo de espectadores.
“Creo que tenemos un enorme problema de difusión y un enorme problema de costumbre en relación a que el espectador pague por lo que ve. Hay algo en la formación del espectador, y no es un problema, creo yo, del costo del boleto, porque esos espectadores pagan el cine, o pagan mucho para ver otro tipo de espectáculos. También se trata de cómo hacerle ver al público que esos que trabajan con sus impuestos, los teatreros, le son necesarios, le ayudan a reflexionar sobre su vida cotidiana y sobre el mundo”.
Para David Olguín, hacer teatro es un fenómeno de resistencia. Hace notar que mientras, en apariencia, hay menos público, una enorme cantidad de jóvenes aspiran a insertarse en el hecho escénico. “¿Qué ven en él? –se pregunta– Alas de expresión, alas de libertad. Ahí está mucho de la potencia que puede generar el teatro hacia el futuro”.
El encuentro que sostuve con el maestro David Olguín sucedió en su oficina en la Escuela Nacional de Arte Teatral, donde ahora tiene la responsabilidad de coordinar la Maestría en Dirección. La oficina en la que conversamos es escueta: se nota que no la habita un burócrata de tiempo completo. El trabajo de Olguín, afortunadamente, sigue estando en resistir desde el aula, desde la escritura, desde las tablas.