Al terminar Los corderos en el teatro de la Sala Chopin, escucho a la espectadora que vio la obra una fila adelante de mí comentarle a su acompañante: “Un auténtico antídoto anti-teatro”.
Salgo de la sala, bajo las escaleras hacia el pequeño vestíbulo del teatro, y escucho discusiones intensas que intentan desentrañar la trama de la obra, su contenido, su significado. Recogiendo al vuelo un comentario aquí y otro allá, me queda claro que el drama ha dividido opiniones en el gusto y las interpretaciones del público, pero más allá de las aprobaciones o desaprobaciones, no ha dejado indiferentes a los espectadores, y eso ya es algo.
Empiezo por decir que la obra, siempre respetando la opinión de aquella espectadora, no es un “antídoto anti-teatro”, y casi me atrevo a concluir con un “sino todo lo contrario”: es una forma muy interesante de concebir la dramaturgia, el espacio, la actuación, la dirección de escena, el hecho teatral en su conjunto, que vale la pena experimentar. Se trata de una obra con un lenguaje escénico complejo: el internacionalmente reputado artista argentino Daniel Veronese, hábil y experimentado dramaturgo y director, con un estilo para escribir y montar muy bien definido y dominado, quiere, sabe y logra poner al público en jaque.
La obra, de principio, vende la idea de ser una especie de thriller realista que irá dando pistas para que el público ate los cabos que explican la situación anómala que se le plantea en un principio: un hombre (“Gómez”, Arturo Barba) ha sido secuestrado y llevado a la casa de una antigua novia (“Berta”, Nailea Norvind) y un antiguo amigo (“Toño”, Alejandro Calva), hoy pareja, donde además se encuentran la “hija” de ambos (“Hija”, Andrea Guerrero), y un extraño y siniestro vecino de acento colombiano (“Fermín”, Carlos Valencia), quien ha sido el encargado de traer a Gómez hasta el departamento.
Y entonces la obra empieza a desarrollarse en un ritmo vertiginoso que, primero atrapa al espectador, después lo incomoda, y finalmente le provoca rechazo. La acción ocurre en un pequeño departamento con un escueto mobiliario (una cama, un banquito y un buró), del que se dice es miserable y está ubicado en una zona peligrosa y marginal. El espacio es mínimo, opresivo, y está colocado en un ángulo frente al público que sugiere una especie de corte transversal: el público es invitado a asomarse al interior del cuartucho para observar a estos personajes, a estos especímenes, a estos corderos, como en un laboratorio.
El realismo planteado en un principio va enrareciéndose y deformándose poco a poco: el comportamiento de los personajes va animalizándose, sus impulsos sexuales y violentos van perdiendo filtros, se restriegan contra las paredes, contra los otros. En el espectador va creciendo la incomodidad: aquella impresión inicial, donde parecía que la obra se trataba de recoger pistas para desentrañar un misterio, ha quedado trastocada: la trama se enreda sobre sí misma, las pistas son equívocas y lo que empieza a predominar es la conducta sobre la anécdota.
Finalmente, la abyección total de estos personajes, de los que ya no se sabe si mienten o dicen la verdad, de los que ya no se entienden sus motivos, que han llegado a un absurdo en el que ya no se distingue si son criminales, rencorosos, locos, pervertidos, o simplemente actores montando una farsa, termina por causar repulsión: el objeto de observación que se le ofreció al público en este laboratorio escénico resulta grotesco.
Esta puesta en escena comparte a todas luces muchísimos elementos, tanto dramáticos como estilísticos, con Mujeres soñaron caballos (2009), un trabajo anterior de Veronese que habíamos visto en México: el concepto espacial, el entramado críptico y equívoco de la anécdota, el anuncio de una cena que nunca sucede, la violencia en las acciones físicas que llevan a cabo los actores, y hasta la alusión zoológica de los títulos.
Sin embargo, me parece que la contundencia y la densidad de Mujeres soñaron caballos, se hayan diluidas en Los corderos: aquella experiencia era más intensa, más inquietante, más vital. A pesar de esto, los planteamientos teatrales que hace Veronese, que sin duda deben representar un reto actoral para los ejecutantes así como representan un reto de apreciación para el espectador, merecen la atención de cualquier aficionado al arte del teatro.