En 1810, nuestros héroes patrios se lanzaron en gesta heroica y a costa de sus propias vidas a lograr la independencia del dominio español. Gracias a ellos y a quienes participaron en muchas otras luchas más, los mexicanos tenemos hoy un país soberano. Sin embargo, actualmente enfrentamos otro tipo de dominación, más sutil pero igual o peor de perjudicial: la de una casta privilegiada que se ha arrogado el derecho de decidir qué hacer con nuestras vidas, cual si fueran conquistadores. Hay que pagarles tributos y, como en los viejos tiempos, esperar de sus majestades que concedan a sus súbditos la merced de sus favores.
Se trata de nuestros gobernantes. Personajes que, no obstante que vivimos en una democracia, se comportan como reyes, virreyes, príncipes, potentados y demás. Nos confiscan el producto de nuestro trabajo y se quedan con lo que ellos creen merecer por sus servicios. Son modernos mecenas al revés: todo lo convierten en negocios de los que ellos, su linaje y su corte, se benefician por derecho divino. No tienen llenadera y nada les resulta suficiente en su apetito de recursos para mantener el control sobre el poder. Ejercen una especie de derecho plenipotenciario para endeudar a sus gobernados, en la cuantía y durante el tiempo que les convenga; al fin y al cabo -razonan-, serán otros los que tengan que lidiar con las consecuencias. Ya sabemos: “Después de mí, el diluvio”.
Esta clase privilegiada se ha adueñado de vida y obra de sus gobernados; no reconoce obligación alguna de informar en qué gasta los recursos públicos, porque hacerlo sería permitir que se cuestione la infalibilidad de sus decisiones. Alejan así la incómoda sombra de la sospecha sobre los negocios y triquiñuelas que realizan y que -asume esta casta- no es sino el legítimo usufructo que merece por su inquebrantable lealtad a la patria, su infatigable trabajo y, sobre todo, por la heredad de su linaje.
De ellos es de quien necesitamos una nueva independencia, recuperar la libertad que nos han escamoteado para decidir nuestro destino. El derecho no solo de ser escuchados por esa minoría de la realeza nacional, coludida con otros linajes perniciosos, sino de ser tomados en cuenta en las decisiones que nos afectan a todos. Requerimos luchar por la independencia que expulse a esos vividores y a su ralea del poder y lo devuelva a quienes son sus legítimos dueños: los ciudadanos.
No requerimos un nuevo Hidalgo, o tomar las armas, si bien el supremo gobierno juega con fuego al llevar al límite esta posibilidad. Lo que requerimos es que los ciudadanos participemos en la vida pública y hagamos oír nuestra voz. El gobierno no solo le apuesta a la apatía ciudadana, sino que la alienta por cualquier medio. Necesitamos despertar y tomar conciencia de que si no nos hacemos cargo de nosotros, nadie más lo hará. Mucho menos quienes finalmente se benefician de nuestra indolencia.
Necesitamos asumir un rol más activo en los problemas y necesidades de nuestra comunidad: organizarnos, denunciar, exigir, usar los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas; incluso decidirnos a participar como candidatos a puestos de elección popular. Necesitamos, en suma, retomar la fuerza ciudadana que hizo que en el Acta de Independencia, firmada el 28 de septiembre de 1821, quedaran asentadas estas palabras: “La Nación Mexicana que, por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido”. Entonces sí podremos volver a gritar con orgullo: ¡VIVA MEXICO!