En las páginas de la historia de muchas naciones del mundo, hemos visto cómo regímenes absolutistas engendran, a la par de privilegios para unos cuantos, un sentimiento de enojo e indignación en la gran mayoría marginada del sistema. Es como si las dictaduras, con su estilo opresivo y hasta violento de gobierno, cavaran su propia y postrera tumba; como si prepararan, en su intento por suprimirlas, el camino para las revoluciones.
El enojo y la indignación a menudo producen figuras que encabezan la rebeldía de la gente, revolucionarios dispuestos a la lucha y el sacrificio por el bien común (aunque muchos terminen convirtiéndose en lo mismo que combatieron). El Ché Guevara, Fidel Castro, Mahatma Gandhi, Emiliano Zapata, Álvaro Obregón, y un larguísimo etcétera, son figuras que en su momento encabezaron la revolución, y a la postre vivieron los más diversos destinos que la historia juzgará.
En las páginas de la ficción, la estadounidense Suzanne Collins escribió la historia de un régimen así: “Panem”, país dividido en 12 distritos que en un futuro hipotético ocupa la región de norte américa, es dominado por el poder absoluto del Capitolio, encabezado por el presidente Snow. Hace 75 años, desde el extinto distrito 13, se alzó una revuelta fallida contra el poder central. Una vez sofocada la revolución, aquel distrito fue exterminado (al menos ese es el discurso oficial), y se instituyó un ritual para que la memoria de aquella guerra no se perdiera y quedara como advertencia para todo aquel que quisiera rebelarse: Los Juegos del Hambre.
Cada uno de los 12 distritos de “Panem” envía cada año dos tributos, un hombre y una mujer, elegidos al azar de entre los jóvenes, para que compitan en un siniestro reality show que mantiene, por televisión, la atención de todo el país: encerrados en una sofisticada arena que asemeja una locación natural y salvaje, los tributos deben luchar a muerte entre ellos, hasta que solo uno salga con vida.
El primer libro de la trilogía Los juegos del hambre de Collins, fue publicado en 2008, y su adaptación al cine apareció en 2012. Al final de aquella primera entrega, la protagonista Katniss Everdeen, “la chica en llamas” (interpretada por la ganadora del Oscar Jeniffer Lawrence), una joven proveniente del distrito 12, el más pobre de “Panem”, había ganado el minoico certamen, pero no lo hizo sola. Por primera vez en la historia de los juegos, hubo dos ganadores: ella y Peeta Mellark (Josh Hutcherson), tributos del mismo distrito y últimos sobrevivientes del juego, fingieron una historia de amor (recurrido recurso de los reality shows) y amenazaron con suicidarse ante la imposibilidad de sobrevivir ambos por las reglas del juego. El sistema se vio acorralado ante el clamor popular: los enamorados debían vivir.
La segunda parte de la saga, En llamas, estrenada este 2013, muestra las consecuencias de aquella acción: una parte de la sociedad de “Panem”, la más acaudalada, la más cercana al Capitolio, la más enajenada, está fascinada por el romance de los vencedores. Otra, la más marginada, vio en su victoria un desafío al sistema, una posibilidad, una grieta: una esperanza de cambio.
Y como muestran las páginas de la historia de muchas naciones del mundo, la grieta que se abrió es difícil de tapar, incluso para quien la abrió, y tiende a hacerse más grande. No es que “la chica en llamas” no quiera que las cosas cambien, no es que el sistema no le parezca injusto, pero tampoco quiere ser ella quien encabece la revolución. Ella solo quiere salvarse y salvar a los suyos. El dilema es complejo: con un gesto de humanidad, con la simple noción de respetar la vida del otro, aunque el sistema macabramente dicte lo contrario, Katniss Everdeen enciende la esperanza de todo un pueblo. Ahora parece ser su obligación liderar una revolución que ya está en marcha, sin que ella lo sepa.
La película, he ahí lo interesante, refleja y critica los sistemas de gobierno que aún hoy oprimen y alienan a los individuos, con todo y sus medios de comunicación, que entrega circo al pueblo; pero también devela la cara siniestra de las revoluciones armadas, a veces necesarias, que pasan por encima de todo: la guerra, finalmente, tiene una dosis de injusticia, sin importar lo reivindicable de sus motivaciones.
Los juegos del hambre, hasta las dos entregas cinematográficas que hemos visto, es la prueba de que una película de acción de costos millonarios puede ser más que dólares gastados en grandes efectos especiales y muchos litros de sangre artificial sin ton ni son. ¿Cuál será el destino de una joven atrapada entre sus rencores, sus culpas, sus amores, y una revolución de la que es símbolo involuntario? Esperemos que llegue, en la película que cerrará la saga, Sinsajo, una resolución digna de tan interesante conflicto.