Después de la Segunda Guerra Mundial –bautizada así por un periodista en las páginas de un diario, tal vez sin estar consciente de que con ese acto le ponía nombre también a la primera–, las fuerzas triunfantes sobre los países del eje (Alemania, Italia y Japón) se consolidaron en dos grandes zonas: por una parte, Estados Unidos de América y sus aliados europeos, y por la otra, la fenecida Unión Soviética, los países de Europa Oriental y China. Al ser una guerra basada en intereses económicos, el resultado fue un nuevo reparto del mundo, disfrazado bajo las máscaras de supuestas ideologías. La primera ondeando las banderas de la democracia y la segunda bajo las del socialismo. Ambas resultaron frustradas, porque la democracia oligárquica fundada en los Estados Unidos de América en 1776 siempre ha sido un teatro de marionetas para embaucar a los pueblos, y el socialismo humanista devino en atroces dictaduras.
Así las cosas, a partir de 1945 comenzó el periodo de la guerra fría, el enfrentamiento bipolar entre las dos grandes concentraciones estratégicas resultado del reparto mundial –como muestra, Alemania permaneció dividida materialmente hasta 1989–, que mantuvo una relativa calma, si consideramos que las guerras de Corea y Vietnam fueron meros juego de vencidas sobre la mesa de las amenazas cumplidas entre los Estados Unidos y la extinta Unión Soviética. Finalmente, y después de la carrera por la conquista del espacio entre ambos colosos de la cohetería, el derrumbamiento del Muro de Berlín y la desatinada política del Glasnost y la Perestroika dieron al traste con la economía centralizada rusa, y Mijail Gorbachov alzó la bandera blanca de la rendición frente al capitalismo salvaje, cuyos avances tecnológicos y científicos eran superiores y casi definitivos.
La guerra de Kosovo en la desmembrada Yugoslavia, la reaparición de los fundamentalismos dogmáticos y religiosos, la quiebra de instituciones financieras, la irrupción acelerada de las redes sociales de la Internet, desafiantes de los medios masivos de comunicación tradicionales incluyendo los televisivos, fueron factores importantes para que el capitalismo de todos los matices se enfrentara a fenómenos imponderables que acosan actualmente los injustos sistemas –dictatoriales, democráticos y socialistas–, mediante diversas formas de lucha social reivindicando cambios sustanciales y profundos para paliar los graves problemas que aquejan a la humanidad.
El desplome de las economías occidentales, encabezadas por Estados Unidos con una deuda que se antoja impagable, las crisis financieras de los países miembros de la Unión Europea (España, Irlanda, Portugal, Grecia, Italia, etcétera), cuyo déficit es superior a sus posibilidades de crecimiento inmediato, Rusia y China con perversos y corrompidos sistemas económicos, Latinoamérica (casos como Brasil, Ecuador, Argentina, Bolivia y Venezuela) en proceso larvario de su propia liberación y autonomía, así como las llamas de la rebelión en el norte de África y las exigencias de las nuevas generaciones de mejores niveles de bienestar, pasando por las hambrunas del continente negro, han logrado que el capitalismo solitario, sin enemigo al frente que lo equilibre y justifique, padezca infartos por los fantasmas que recorren el mundo. El antiguo capitalismo del siglo XX ha sido destronado por el capitalismo financiero y globalizado en este siglo XXI, que constituye la peor amenaza para la mayoría de los pueblos en pleno desconcierto mundial. La actual crisis de Estados Unidos de América es el mejor ejemplo del diluvio que viene.