Hemos dicho en este espacio que México no puede ser gobernado, transformado y salir del atolladero de desigualdad, miseria y marginación en que se encuentra desde hace décadas, con la varita mágica de los decretos.
La salida está en gobernar con visión de Estado y estrategias claras para resolver el fondo de los graves problemas que aquejan al país. Y en el fondo de los graves problemas nacionales está la baja calidad educativa que imparte el Estado y la consecuente medianía cultural de las mayorías, lo que se traduce en mala calidad ciudadana.
¿Es fortuito que así ocurra? Absolutamente no. El alto grado de perversión al que se ha llegado en la vida pública del país, la perversión de las alturas, la perversión de los poderes fácticos y del poder público, apunta hacia una estrategia deliberada: cerrarle a la ciudadanía toda posibilidad de educación de alto nivel, de calidad cultural y de información. Esta situación permite al poder benefactor, con el apoyo mediático de sus cómplices, traficar generosidad social (claro, con recursos públicos), a cambio de votos de agradecimiento. Despensas por sufragios.
En todo el mundo, y en particular en muchos países de América Latina, la revolución tecnológica que trajo consigo la red nacional de computadoras (Internet, por su contracción gramatical), ha alcanzado también a la radio y la televisión públicas. No así en México, donde estos extraordinarios instrumentos para educar, fortalecer cultura e identidad y democratizar en el sentido más amplio del término, siguen confinados al oscuro rincón de las herramientas inútiles. ¿Es qué realmente no sirven? No. Lo que no conviene es que sirvan.
La élite que gobierna a México con el apoyo de los poderes fácticos hace meses tiene en jaque mediático al país con espectaculares decretos que insiste en llamar “reformas integrales”. Ahora están a debate las tardías leyes secundarias (por su lentitud de aparición), que regularán la reforma constitucional hecha en marzo de 2013 en materia de telecomunicaciones.
Hace más de un año se alimentaron esperanzas de que al fin México fuera dotado de una radio y una televisión públicas al servicio de la nación, lejos de los apetitos de los grandes consorcios comerciales. Inclusive importantes sectores de la sociedad, no el gobierno, fueron los que propusieron la reforma democrática de los medios y el apuntalamiento de medios públicos al servicio del Estado.
Dice Adolfo Sánchez Rebolledo en La Jornada (27 de marzo de 2014), y dice bien, que apoyada en recursos fiscales, “sin quedar supeditada a prioridades comerciales, queda en condiciones para producir y difundir contenidos de calidad. Nutrida por criterios como la diversidad cultural, el profesionalismo informativo, la difusión de la ciencia, su estricta laicidad, el respeto a las audiencias, la equidad de género y la innovación y la experimentación, la televisión pública de calidad es un derecho de los ciudadanos”.
No puede ser menos ante ejemplos como el que nos brinda la televisión comercial en México: el 95 por ciento de más de 350 estaciones televisoras existentes, es propiedad de dos empresas: Televisa y TV Azteca. En contrapartida, de una treintena de televisoras públicas que hay en el país, 23 son administradas por gobiernos estatales, dos por el gobierno federal y tres por universidades. Por ahí andan, haciendo valerosos rounds de sombra, TV UNAM, el Canal 22, el Canal 11 del IPN, el Canal del Congreso y el Canal Judicial.
Si se aprueban en los términos planteados por el Ejecutivo las leyes secundarias en materia de telecomunicaciones, la radio y la televisión pública de México seguirán arrinconadas, para beneplácito de la élite que domina al país. Seguirán siendo en buena medida, sobre todo en los estados, meros instrumentos de propaganda de los gobernadores.