Los diagnósticos sobre el sector agropecuario en los últimos años, la información y las estadísticas, muestran un panorama desolador. Los indicadores económicos y de calidad de vida revelan que, en muchos aspectos, el campo y sus habitantes no sólo no han mejorado, sino que han retrocedido. Los campesinos mexicanos viven en condiciones de pobreza comparables a las de países con economías de menor tamaño que la de México.
Son muchas las causas del estado de postración en que se halla el campo mexicano. Por mencionar algunas: falta de políticas públicas con visión de largo plazo y baja productividad consecuente, migración de campesinos (principalmente a Estados Unidos y Canadá), escasos apoyos crediticios, narcotráfico asociado a la siembra de mariguana y amapola, subsidios federales y estatales desvirtuados por la corrupción, intermediarios encarecedores, servidumbre de falsos líderes, embestida de semillas transgénicas (tema en cuya investigación tiene México un rezago notable) en perjuicio de cultivos nacionales, así como la picota del neoliberalismo tecnocrático contra las dos columnas vertebrales de la propiedad social de la tierra: los ejidos y las comunidades.
El golpe más reciente a la propiedad social fue perpetrado por el reformismo avasallador del Ejecutivo Federal, con el apoyo incondicional de PRI, PAN y PRD en el Congreso de la Unión. Estos partidos aprobaron la renta obligatoria de tierras comunales, ejidales y pequeñas propiedades, a compañías nacionales o extranjeras que requieran perforar el suelo en busca de yacimientos de gas natural: el llamado fracking (del que nos ocupamos en la edición anterior de El Ciudadano), práctica prohibida en muchos países porque requiere un elevado consumo de agua limpia y porque utiliza productos químicos que literalmente envenenan las tierras y las hacen inservibles para la agricultura.
El campo vive en crisis permanente desde hace décadas. La población rural en México ronda los 25 millones de personas. Menos de la mitad, unos 11 millones, son económicamente activos y solamente alrededor de tres millones de productores poseen un pedazo de tierra. Datos oficiales registran que hace 20 años, en 1994, eran 17 millones los mexicanos que vivían en la pobreza; apenas cinco años después la estadística aumentó a 26 millones, de los cuales 17 millones vivían en pobreza extrema.
Hoy, la Universidad de Chapingo y el Centro de Estudios Estratégicos Nacionales nos dicen que la pobreza en el medio rural afecta ya al 81.5% de la población, y que el 55.3% es víctima de la pobreza extrema.
Por cuanto hace a los subsidios, según datos del Centro de Análisis e Investigación A.C., apenas el 20 por ciento del padrón de beneficiarios de Procampo, porcentaje en el que están importantes empresas del sector agrícola, recibieron en el gobierno de Felipe Calderón 58 mil 217 millones de pesos, equivalentes a más del 60% de esos apoyos. En contraste, el 80% de los beneficiarios solamente recibió 38 mil millones de pesos. Procampo es un subsidio que surgió en 1993.
El crédito, otro problema
Según la investigación de Juliana Fregoso publicada en marzo de 2014 en la revista Forbes, uno de los puntos débiles del campo en México siempre han sido los leoninos sistemas de financiamiento a los que, en estados como Oaxaca, sólo el 2.5% de los productores tiene acceso. Pero una cosa es hablar y otra actuar: a partir de mayo del 2014, los Fideicomisos Instituidos en Relación a la Agricultura (FIRA, el brazo del Banco de México que otorga financiamientos al sector), aplicaron un alza de 2.8% en las tasas de interés para los créditos otorgados.
Ello no obstante, el jefe del Ejecutivo Federal anunció recientemente que Nacional Financiera destinará créditos al campo por 44 mil millones de pesos. Falta por ver a qué tipo de “unidades de producción” estarán destinados esos créditos y quién las organizará, pues se trata de recursos financieros para que los productores inviertan en equipo o infraestructura, sistemas de riego, frigoríficos y áreas de almacenamiento de granos, “activos” que difícilmente se encuentran en ejidos y comunidades indígenas del país.
A propósito de lo anterior, es pertinente recordar que hace casi 25 años, a principios de los años 90, fueron vistas con entusiasmo las asociaciones o alianzas de los campesinos con grandes empresas agroindustriales como una alternativa viable para compensar su falta de capital y la imposibilidad de incorporarse al mercado de manera competitiva. Se obtuvo algo de eficiencia en la producción, pero disminuyó el empleo para la mano de obra campesina y los pequeños productores pronto se vieron subordinados a las agroindustrias.
La Fundación Mexicana para el Desarrollo Rural A.C. (FMDR), institución sostenida por la iniciativa privada, sostiene que la situación del campo en México es alarmante: la distribución de la riqueza es una de las peores en el planeta, unos pocos concentran la mayor parte del ingreso nacional mientras la mayoría de la población enfrenta graves problemas para subsistir.
En términos de mercado, dice la FMDR, el sector es uno de los más golpeados por las crisis y ha sido excluido por el modelo económico, cuestión grave si se considera que el campo es uno de los pilares sobre los cuales se sostiene la estructura económica de cualquier país.
naleros agrícolas o trabajan sin recibir remuneración alguna, como ocurre con mujeres y menores de edad. Un alto porcentaje de ellos llegó ya al límite de sobrevivencia y no tienen más opción que poner su esperanza más allá de la frontera norte, en los Estados Unidos. Emigran expulsados de su patria por el hambre, el desempleo, la miseria y la ineptitud de quienes una y otra vez, desde el poder, aplican recetas neoliberales fallidas, de un modelo que ha mostrado su fracaso en muchos países en desarrollo, al tiempo que derrochan cifras multimillonarias en políticas públicas ineficientes.
Están atrapados en un círculo viciado: los pequeños productores rurales no tienen capacidad para negociar en condiciones favorables ni la compra de insumos ni la venta de sus productos. De ahí que las cadenas de intermediarios se queden con la mayor parte de las ganancias.
Las cooperativas, dicen los expertos fuera del gobierno, pueden ser el eslabón necesario. Pero los jóvenes actualmente en el poder, las desdeñan. Insisten en convertir al pequeño productor, por decreto, de un plumazo, en grandes empresarios agrícolas, que “aprovechen las oportunidades que ofrece el mundo global”.
Soslayan que el 25% de la población del campo es analfabeta, y que sólo uno de cada diez campesinos ha recibido algún tipo de capacitación para el trabajo. El investigador de origen italiano, Ugo Pipitone, profesor del Centro de Investigación y Docencia Económica, advierte que “ninguna nación de las consideradas desarrolladas ha logrado alcanzar el bienestar material y social de su población sin incluir a su sector rural. El futuro de México está estrechamente ligado a la inclusión del campo y sus habitantes en cualquier proyecto de sociedad que se pretenda llevar adelante.”