En México, el enraizamiento, la observancia y el fortalecimiento del respeto de los derechos humanos muestra, hoy por hoy, un alto y preocupante déficit. En efecto, nuestro país se debate en una lucha sorda, dramática, en la que aflora la valentía y el compromiso de los más variados luchadores y organizaciones sociales para afianzar, apuntalar y ensanchar logros de la sociedad civil, que fueron alcanzados luego de combates sin tregua, en sentido estricto y figurado. Hoy el país está envuelto en inquietantes contradicciones. Peor aún, en simulaciones y una buena dosis del más variado oportunismo.
Aun cuando quisiéramos hacer abstracción de una realidad que tiene más oscuros que claros, no hay día que pase sin que nos veamos confrontados con la insuficiencia de las acciones de los aparatos del Estado, responsables del respeto y fortalecimiento de los derechos humanos. Más grave resulta, inclusive, el papel de algunas instancias que debieran ser garantes y referentes que arropen y protejan a todos los ciudadanos, como la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y de algunos órganos de cuyos miembros han participado y participan en atropellos y crímenes que atentan y niegan la más fundamental de las libertades: la vida misma. En el recordatorio de uno de los más negros capítulos de nuestra historia reciente (Tlatelolco), episodio trágico de la lucha por la profundización genuina de las libertades, surge la sospecha, la cuasi certeza, de lo que ocurrió verdaderamente en Tlatlaya o, en esa misma tónica, en Iguala, todos ellos ejemplos conspicuos de acciones que mucho se emparentan a actos de barbarie.
Lo que ocurre en México no pasa inadvertido. Todo, o casi todo, se sabe en tiempo real aquí y ahora. Lo diga la revista Squire o alguna agencia informativa internacional, o bien sea retomado por los más serios rotativos y difundido en las redes sociales, en los mercados, en las aulas, en la calle. Todo lo que ha ocurrido y lo que hoy ocurre, si no nos define por lo menos nos marca: los hechos, las omisiones, las víctimas, los victimarios, la impunidad generalizada y el abuso del poder. El mundo está atento a lo que aquí sucede. Ese fue en el fondo el propósito del Secretario General de Amnistía Internacional (AI), Salil Sherty, al entregarle al presidente Enrique Peña Nieto el Memorándum que insta a su gobierno a abordar, con sentido de urgencia, la defensa de los derechos humanos.
El documento revisa críticamente la falta de aplicación de la Reforma Constitucional de 2011 en materia de Derechos Humanos, e igual hace con el tema de seguridad pública, con las desapariciones, la tortura y los malos tratos o con el sistema de justicia penal, sin dejar de atender rubros de permanente preocupación, como la justicia militar, los migrantes irregulares, los periodistas y defensores de los derechos humanos. También alude al caso específico de la violencia contra las mujeres y la violación de los derechos de los pueblos indígenas.
En suma, el Memorándum de AI constituye, para todos los efectos prácticos, un mapa del estado que guardan los derechos humanos en nuestro país. Es meticuloso, apartidista, un logrado esfuerzo de objetividad que retrata una realidad apremiante y que exige al gobierno mexicano acciones inmediatas que se concreten en la realidad. Desde otro ángulo, es positivo en tanto que hace recomendaciones específicas inaplazables en cada uno de los rubros que aborda y, en más de una manera, nos lleva a reflexionar sobre el papel que están llamados a desempeñar los institutos políticos de nuestro país.
En consecuencia, Movimiento Ciudadano redobla esfuerzos para impulsar una agenda propositiva e imaginativa, que amplíe y tienda puentes con otras formaciones políticas, con la sociedad civil y con las instancias más serias y comprometidas con el vasto mundo de los derechos humanos.