Más que de un Estado fallido hay que hablar de un Estado en crisis porque su legitimidad se ha erosionado y su eficacia no aparece por ningún lado. Los trabajos y los días fundamentales de todo Estado no se realizan satisfactoriamente: la
seguridad pública es para muchos ciudadanos y regiones una entelequia, en tanto que el “miedo conjetural” se apodera de la cotidianidad de millones de mexicanos, hayan sufrido o no la violencia y la inseguridad.
El gobierno actual llegó al poder por la vía electoral pero eso se ha mostrado del todo insuficiente. Sus pactos con los partidos de la oposición y con grupos de interés, en especial los del empresariado, no han generado la mínima lealtad al proyecto y el mando del gobierno.
Lo que urge es recrear la coalición gobernante y llevar a cabo acciones y discursos creíbles en favor de una mayor inclusión política y social. Quizás, lo que urja es convocar a una reforma del poder que modifique las formas de ejercerlo desde el poder constituido hasta llegar a nuevas maneras de constituirlo. Apresurar la formación de gobiernos de unidad y coalición, con gabinetes responsables políticamente de manera explícita, y con un Congreso con efectiva capacidad de investigación, vigilancia y control del Ejecutivo, podría ser un punto de partida para dicha reforma del poder que tuviera como mira una reforma a fondo del Estado.
No es una ruta rápida ni lineal y requiere de mucha y buena política, de deliberación abierta y de restablecer la comunicación de los grupos políticos con sus bases y del Estado con la ciudadanía y las fuerzas sociales organizadas.
El país perdió su dinámica económica desde hace casi tres décadas. El empleo, del que depende la mayoría de la población para subsistir, se volvió precario, mal pagado e inseguro. La informalidad laboral se ha vuelto informalidad o irregularidad social y la desigualdad se ha entronizado como forma de vida y cultura. Junto con la pobreza de masas, cada día más urbana y rodeando a los grupos medios, esta desigualdad subyace al malestar colectivo, gesta un malestar en la democracia y amenaza con volverlo, como advirtiera la ONU hace diez años, un malestar con la democracia.
En estas condiciones, un Estado fiscalmente débil tiende a ser un Estado políticamente aislado, frágil y carente de los sustentos de credibilidad y efectividad que hacen de los Estados precisamente eso: organismos con capacidad de acción autónoma para intervenir en los mercados, la economía y los conflictos sociales, para encauzarlos en favor de una gobernanza productiva y durable.
El bien común o el interés general y nacional son algo siempre difícil de definir y precisar. Pero algo parece haber ocurrido en el Estado mexicano que se vació de esos fermentos y sus funcionarios perdieron el sentido de servicio público, que es indispensable para imaginar el interés general o el bien común. El servicio público dejó de ser eso, un servicio, para volverse una “chamba” más, intercambiable con otros trabajos y ocupaciones.
La liviandad del servicio público es fuente de irresponsabilidades burocráticas y presa de la corrupción. El bien común no parece estar en el abanico u horizonte de valores de los funcionarios y eso lo resienten, o lo intuyen, los ciudadanos, con la consiguiente escisión cada vez mayor entre gobernantes y gobernados.
El Pacto Federal debe revisarse con criterios de equidad fiscal así como de desarrollo regional. En la última década se confundió el pacto con una especie de “federalismo salvaje” que trajo consigo desperdicio de recursos y abuso de poder en el nivel local. El Pacto Federal y su revisión deben inscribirse en la tarea mayor de normalizar la Constitución y ampliar la democracia desde las bases del edificio republicano.
Hay que pensar en revisar de punta a cabo la Constitución, para liberarla de tantos añadidos y transitorios que traban su despliegue y alejan a la ciudadanía de toda política constitucional digna de tal nombre. Pero no hay que confundir estas tareas con un “constituyente”. Lo primero es el estudio y la crítica del abuso constitucional; luego, la preparación de una ponencia que sea la base de una deliberación sólida, no sólo entre los partidos y sus legisladores, sino en todos los ámbitos de la política; y entonces se verán los alcances de la reforma constitucional y los modos de hacerlo.
Se afirma que México vive una democracia simulada, a la luz de una reforma políticoelectoral que resultó incompleta e insuficiente: la consulta popular está acotada, no hay genuina transparencia y rendición de cuentas, la reelección no tiene el contrapeso de la revocación del mandato, las candidaturas ciudadanas fueron condicionadas para hacerlas prácticamente imposibles. ¿Qué opina usted?
Democracia simulada, no. Colonizada por los viejos y nuevos poderes de hecho, sí. Hay que rehabilitar el sistema político y a sus actores principales, los partidos, abriéndolos a la crítica y el reclamo ciudadano. Transparencia y rendición de cuentas son tareas siempre pospuestas por los partidos y los congresos. Sin ello no se podrá avanzar.
Hace años que, para abrir espacios a la disidencia y contrarrestar la sobrerrepresentación en el Congreso de la Unión y en las legislaturas estatales, se crearon diputaciones y senadurías plurinominales. ¿Han cumplido con su cometido?
Contrariamente a lo que se dice contra la representación proporcional, yo pienso que hay que ampliarla. Más y no menos legisladores de representación proporcional, lo que debe implicar más y no menos responsabilidad expresa de partidos y dirigencias.
Los factores desestabilizadores son la desigualdad, el abuso de poder por los poderosos, la pobreza extendida y la corrupción. De ahí se nutren demagogos y autoritarios. Hay que asumir de una vez por todas que con la desigualdad imperante y la pobreza inconmovible que nos caracterizan, la república será siempre frágil y vulnerable, y sus dirigentes sometidos a todo tipo de presiones y chantajes que, esos sí, desestabilizan y deslegitiman.
¿Le parece que las medidas anunciadas por el presidente de la república el jueves 27 de noviembre, en cuanto a las reformas de seguridad y transparencia, pueden hacer una diferencia importante para el fortalecimiento del Estado mexicano y, sobre todo, para garantizar seguridad a la ciudadanía?
Sí pueden llevar a modificar los usos del poder, pero el ejercicio del poder constituido y la forma de constituirlo deben reformarse ya. De otra suerte la distancia entre gobernantes y gobernados crecerá y se extenderá el malestar no sólo en la democracia sino con la democracia, como lo advirtiera el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) hace años.
No. Hay que construirla, porque eso no se importa ni viene del cielo.