Es ya un lugar común que la inmensa mayoría de la ciudadanía, usted, sus vecinos, familiares, conocidos y amigos, manifestemos enojo, irritación y crítica por lo que acontece en el DF y en algunas regiones del país. A la violencia e inseguridad, sumemos: deficiencias de servicios básicos como agua, luz, transporte colectivo; impuestos excesivos, inundaciones, baches, congestionamiento vehicular, atención insuficiente y escasez de medicamentos en instituciones de salud pública, cientos de miles de jóvenes excluidos del sistema educativo presencial en niveles medio y superior, alta sobrepoblación en centros penitenciarios, escandalosas denuncias de corrupción, insidias e intrigas entre partidos y grupos políticos; millones de mexicanos que se debaten entre la pobreza extrema, el desempleo y la insalubridad. Lo anterior, sólo por citar dramáticos aspectos de nuestra problemática social con sus abismales desigualdades, económicas, sociales y culturales. Pese a todo, nuestra incipiente democracia se ha ido construyendo, desde que surgimos a la vida independiente, a la par que se concibieron e hicieron las primeras leyes para darnos organización y forma de gobierno. Fue una relación social pactada para enfrentar mejor los problemas colectivos.
Tomo una de las aristas de este devenir histórico para referirme a dos cuestiones relacionadas entre sí: salud y educación. Para restituir el equilibrio de toda nuestra sociedad fue necesario encarar, conocer y actuar sobre la naturaleza y la magnitud de los problemas colectivos. Tal fue el caso de la viruela, que llegó en 1510 al continente americano como una de las consecuencias nocivas de la invasión y la conquista. Ésta causó gran mortalidad entre los conquistados porque no tenían defensas en su sistema inmunológico para esa enfermedad. Diversas fuentes de esa época calculan que la viruela segó la vida de casi diez millones de nativos en la Nueva España. No obstante que la herbolaria tenía ya un bagaje científico curativo de amplio espectro, no pudo enfrentar la lógica depredadora del conquistador, interesado más en las minas de oro y plata, que en la salud y la calidad de vida de los conquistados y esclavizados.
Otros, menos ruines y crueles, aunque no podemos omitir su fanatismo, tuvieron un lado humanista que incluso quedó registrado en las llamadas Leyes de Indias. El maestro Fernando Benítez nos ubica en el tiempo y en las circunstancias de la época del Virrey Antonio de Mendoza (15351550): “…dentro del coloniaje, que dividía, discriminaba y prosperaba con el trabajo esclavizado de los indios… se dio la fundación de Tlaltelolco y la primera Universidad, ordenan la Ciudad de México, construyen grandes catedrales, acueductos, puentes y caminos… del mismo modo que Vasco de Quiroga… funda hospitales… (donde) se enseñan oficios y maestrías… no se dan desigualdades económicas, sociales o raciales…
Por esta ruta de la historia, encontraremos las raíces de nuestras leyes sobre la salud, los tratamientos curativos, y la vasta y generosa contribución de los principios activos de las plantas medicinales. El difícil parto de la nación mexicana y su proceso de transformación, ha estado acompañado de la relación dialéctica entre la vida y la muerte, la salud y la educación, el evangelio del conquistador y el cuerpo de leyes que, en cada etapa, se ha ido actualizando para servir a la colectividad. En este empeño, quienes asumen el quehacer legislativo, lo hacen por voluntad y mandato electoral de los ciudadanos, para contribuir en la solución de graves problemas sociales. Hay que dotar a nuestras instituciones con herramientas más eficientes en beneficio de una mejor calidad de vida y de la dignidad ciudadana.