Según los clásicos, la historia es el estudio de lo que pasó y de lo que está pasando, pero advierten sensatamente que la historia cambia, constante e indefinidamente, según quien la cuente. El 27 de enero último, por conducto del procurador general de justicia, el gobierno federal, llamó “verdad histórica” a lo que fue su tácita conclusión de la fase indagatoria de la siniestra desaparición de 43 alumnos de la escuela normal rural de Ayotzinapa, “Raúl Isidro Burgos”, en Guerrero.
Como en los viejos tiempos de nuestra agarrotada justicia penal, todo pareció un virtual carpetazo a las investigaciones para entrar apresuradamente a lo que se anticipa ya como la etapa procesal. Acaso todo tenga que ver con las definiciones académicas y filosóficas acerca de la verdad histórica, que podrían resumirse así: los relatos de “historias diferentes pueden enlazarse y… los resultados de estas historias pueden complementarse”.
En otras palabras, ante las dudas profesionales y científicas de expertos como el Dr. Jorge Arturo Talavera González, expuestas cruda e inequívocamente en esta edición al jefe de Redacción de El Ciudadano, nuestro compañero Andrés Treviño, la suprema autoridad investigadora de México esgrime como “verdad histórica” los relatos, las declaraciones, las “confesiones” (sic), de algunos presuntos culpables, implicados en la desaparición de los 43 normalistas.
Algo así como “Nos lo dijeron y les creemos, punto”.
La “verdad histórica” de la PGR se apoya en dichos, declaraciones y confesiones, que se advierten endebles y aún poco convincentes, poco merecedoras de crédito porque en buena medida atentan contra dudas razonables derivadas de preguntas sin respuestas.
Se confronta es “verdad histórica” con el sentido común de la opinión pública. Esto es, de los conocimientos y las creencias compartidos por una comunidad y considerados como prudentes, lógicos o válidos. Ese sentido común que no es sino la capacidad natural de juzgar acontecimientos y eventos de forma razonable.
Parte relevante de esa opinión pública son las opiniones vertidas por el antropólogo forense Jorge Arturo Talavera González; son planteamientos sensatos que reclaman del gobierno federal claridad y transparencia para despejar dudas. No se trata de dar una respuesta al doctor Talavera, sino de informar nítida y honestamente a una ciudadanía, cuya confianza y credibilidad están siendo socavadas desde el poder público.
Hace casi un año que el IFE-INE advirtió que uno de los obstáculos para el avance de nuestra democracia está en la existencia real, tangible, de la mala calidad del ciudadano mexicano, y que es urgente la instrumentación de políticas públicas para corregir esa deficiencia. Hace ya muchos años que los especialistas llaman la atención sobre la importancia de la cultura política de una sociedad para que pueda determinar (esencia de la democracia) su forma de gobierno.
Pero todo parece indicar que, desde las élites que nos gobiernan, se procede en sentido inverso: a menor calidad ciudadana, a menor cultura cívica, mayores espacios de acción para la conservación hegemónica del poder: vida comunitaria débil, escasa reacción-participación ciudadanas… y “saludable” olvido o desmemoria de vergüenzas como la desaparición de 43 normalistas en Ayotzinapa.