Recientemente, en todo el mundo tuvieron lugar movilizaciones sociales cuyo común denominador puede resumirse en el hartazgo ciudadano frente a estructuras políticas y económicas caducas y desgastadas. Históricamente las protestas sociales conllevan a la democratización progresiva del sistema, con pactos renovados entre gobernados y gobernantes, y en grados extremos a la revolución. La internacionalización de la protesta no es un fenómeno nuevo; se afirmó en la medida en que el sistema capitalista se extendió a todo el mundo y las relaciones de producción fueron similares en sociedades desarrolladas e industrializadas, principalmente europeas.
Un primer momento en el que se originaron movimientos de protesta que condujeron a cambios profundos de la historia moderna fueron las revoluciones que surgieron entre 1815 y 1848. Inspirados por los ideales de la Revolución Francesa y la independencia de Estados Unidos, tuvieron lugar movimientos en Europa y América Latina para exigir mejores condiciones políticas y sociales. En el Siglo XX tenemos al menos dos momentos significativos en los que se pueden observar diversos movimientos sociales que surgen de forma prácticamente simultánea como respuesta al sistema capitalista basado en los monopolios y al colonialismo-imperialista europeo.
A principios de ese siglo se destacan la Revolución Mexicana, la Revolución Rusa y la de China, que responden de forma radical a viejas estructuras latifundistas y arcaicas del siglo anterior. Posteriormente, al final de la Segunda Guerra Mundial, el desgaste de las potencias colonizadoras propicia una fiebre por la autodeterminación de los pueblos que inicia con el proceso de emancipación de la India y continúa, como efecto dominó, con la independencia de muchas naciones asiáticas y africanas.
Las revoluciones socialistas que surgieron en países como China, Corea del Norte y Cuba significaron el fin de una sociedad mundial colonialista que prevaleció durante muchos siglos y que representó el fin del eurocentrismo político y económico. En los tres casos que destacamos, los movimientos sociales surgieron simultáneamente como respuesta a un sistema mundial desgastado cuyo cambio era inminente.
Hoy vivimos una nueva oleada heterogénea de la movilización social, conformada por millones de ciudadanos inconformes contra sus respectivos gobiernos. Esta nueva oleada se inserta en la era de la revolución digital y tiene como común denominador el uso de las redes sociales como herramienta de información y de difusión, al tiempo que anhela un proceso democratizador frente a un escenario de evidente descomposición global en todos los órdenes, caracterizado por la prevaleciente contradicción entre el capital y el trabajo, origen de protestas y rebeliones pasadas, presentes y futuras.
La interdependencia entre las naciones se hace evidente con la internacionalización del descontento, que conlleva necesariamente a la globalización de la protesta. Aunque su origen puede ser distinto, desde el 2011 y hasta la fecha se registran manifestaciones multitudinarias en todo el mundo: la inconclusa “primavera árabe” en el norte de África y Medio Oriente, en Hong Kong y Tailandia; en Ucrania y Grecia por las condiciones económicas, sin dejar a un lado las recientes protestas en Estados Unidos por la muerte de un joven afroamericano, así como las numerosas expresiones de descontento originadas por los vergonzosos casos de Ayotzinapa y Tlatlaya, en México, como muestra del despertar ciudadano. En los siglos anteriores el abuso de poder y la irresponsabilidad de la autoridad trajo como consecuencia el rechazo social que al final desembocó en movilizaciones sociales, armadas inclusive, que terminaron por derrocar gobiernos y estructuras anacrónicas. Hacer caso omiso de estas manifestaciones ciudadanas o criminalizarlas, sólo provocará que la desesperación aumente, el descontento se generalice y las protestas se radicalicen. Los casos de Egipto y Túnez sirven para demostrar hasta dónde puede llegar el hartazgo ciudadano.