Era media mañana del 20 de enero de 1966. Alrededor de 40 reporteros, camarógrafos y fotógrafos de prensa volábamos a bordo del tetramotor de hélice “Francisco Zarco”; habíamos salido del aeropuerto Internacional del Coco, en Alajuela (Costa Rica), rebautizado como Juan Santamaría en 1971, rumbo al viejo aeropuerto de Tocumen, en la ciudad de Panamá, último punto del itinerario de una gira de 12 días por Centroamérica, de Gustavo Díaz Ordaz, entonces Presidente de México. De pronto se levantó de su asiento, muy cerca de la cabina de pilotos, el reportero enviado por Excélsior, Carlos Denegri.
Sus admiradores se referían a él como el “reportero de la República”, el “reportero de México” y “uno de los diez mejores reporteros del mundo”.
No andaban muy equivocados. Sus detractores lo calificaban de inmoral y salvaje; Denegri popularizó la frase “Dios mediante”, con que despedía su noticiero nocturno en televisión, pero el escritor y politólogo nuevoleonés Eloy Garza González definió que “no tenía Dios, ni diablo, ni santos”. Julio Scherer, como director general de Excélsior, tuvo en Carlos Denegri al mejor reportero del diario en los años 60, aunque después definiera: “Denegri no daba miedo, daba asco”. Scherer también llamó a Denegri “el mejor periodista del siglo XX, pero el más vil”.
Para mí, reportero novel y soñador, Carlos Denegri, autor de la columna diaria “Arsénico”, director de Revista de Revistas, políglota, celoso y riguroso revisor de sus propios textos, consumado viajero internacional, conductor de noticieros en radio y televisión, era la vaca sagrada del periodismo nacional.
Tiempo después añadiría un pero a esta percepción personal sobre un reportero tan eminente como perverso. Debo señalar que el 1° de enero de 1970, Carlos Denegri fue abatido de un tiro en la cabeza por su esposa Herlinda Mendoza Rojo (Linda Denegri), luego de una (de muchas) violenta de- savenencia conyugal.
Pasó dos años en prisión. En fin, que se levantó Denegri de su asiento en el “Francisco Zarco” para decirnos, más o menos, que deseaba celebrar la culminación de aquella gira presidencial con una fiesta privada que ofrecería dos días después, a partir de las 8 de la noche, en su suite del hotel Panamá Hilton, donde nos hospedaríamos.
Todo el equipo de prensa estaba invitado, de modo que los aplausos a bordo no se hicieron esperar. Decidí ir a la fiesta después de visitar el barrio de Marañón, corazón de la negritud panameña y enviar mi reportaje a México. A eso de las 7 de la noche bajé al vestíbulo del Panamá Hilton, para hacer tiempo antes de subir a la suite de Denegri.
De pronto vi salir del elevador a una pareja inseparable de la comunicación electrónica, cuya entrañable amistad duró décadas: Jacobo Zabludovski y Pedro Ferriz Santa Cruz (fallecido en 2013); ninguno de los dos había volado en el “Zarco”, pero yo había tenido una relación afectuosa con ellos en las salas de prensa, durante el periplo centroamericano.
Me advirtieron sentado en un sofá, solitario, y caminaron hacia mí. Me puse de pie. –¿Qué haces cipote?–, me preguntó Ferriz sonriente. Recordé que en casi todo Centroamérica llaman cipotes a los niños. –Aquí, don Pedro, matando el tiempo antes de subir a la fiesta de Carlos Denegri.
Entonces Jacobo Zabludovski cruzó una mirada de entendimiento con Ferriz y me tomó del brazo para preguntarme a bocajarro: –¿Has estado alguna vez en un casino? Sorprendido, le respondí que no. A lo que repuso Jacobo: –¡Ah!, pues ven con nosotros Luis, te invitamos al casino del hotel; está en el sótano. ¿Sabes qué? Eres muy joven para que empieces con malos pasos tu carrera en el periodismo. Acepté la invitación. Estuvimos juntos casi hasta la medianoche.