De mucho tiempo atrás, la inobservancia de los derechos humanos fundamentales, el de la vida, por ejemplo, parece ser una parte creciente del claroscuro paisaje cotidiano. Tal es la recurrencia de violencia y muerte en diversos puntos del territorio nacional, que incluso por momentos perdemos la cuenta respecto del dónde y cómo, de cuántos y a manos de quiénes.
También cuestionamos el porqué hay tanta transgresión a la ley, causada no únicamente por la criminalidad sino también por instancias, entre cuyas funciones estaría justamente la de coadyuvar a su cumplimiento.
Lo ocurrido en Tlatlaya, en junio de 2014, es particularmente emblemático en este sentido. El proceso para desentrañar y esclarecer los hechos, al tiempo que es testimonio del valioso, difícil y nada envidiable papel que desempeñan las Fuerzas Armadas en la problemática que en materia de seguridad vive nuestro país, es complejo.
lustra también la ardua tarea que la institución castrense tiene para enraizar firmemente la cultura de los derechos humanos en su estructura y en sus efectivos, sin perder por ello en eficacia y contundencia en el terreno, en los escenarios de violencia.
Todo esto sin desatender los requerimientos de diversas instancias del poder público, y los reclamos de justicia de la sociedad civil y de organizaciones de derechos humanos, como el Centro Miguel Agustín Pro Juárez, la Red de Derechos Humanos de Todos los Derechos para Todos y Amnistía Internacional, entre otros.
Afortunadamente, y en forma progresiva, la sociedad no acepta esta lacerante situación, porque pregunta, exige saber, se manifiesta, demanda respuestas, se organiza de distintas maneras. Lo hace en modo individual o colectivo. Llama a cuentas a la autoridad en los distintos niveles de gobierno. No se satisface de las respuestas a medias, de las palabras que eluden la focalización de los temas sustantivos. Se aleja de los análisis fáciles, de las respuestas que nada o poco significan.
Así como de los analistas con agenda ajena, de medios que poco distraen y mucho desinforman. Los sobrevivientes y los familiares de las víctimas de la violencia buscan apoyos, acuden a instancias nacionales e internacionales. Se valen de formas de comunicación nuevas, buscan sumar voces a través de redes sociales como Facebook y Twitter, entre otros. Van más allá de los partidos políticos tradicionales. Instintiva o reflexionadamente, tienen conciencia clara de que la política, si pretende o quiere ser aún vigente y útil, debe tener al ciudadano como centro, como expresión y vocero de exigencias y requerimientos. Ante ello, el ciudadano se organiza cada vez más y pone en duda las respuestas de las instituciones.
El nuevo ciudadano no reacciona en automático en contra de instituciones que han jugado y juegan un papel central en los esfuerzos para apuntalar la cohesión de México. Se esfuerza por seguir siendo un pilar central del Estado, independientemente y al margen de la administración que detente el poder político. Por tanto, desde mi perspectiva, la ciudadanía no está en contra de las Fuerzas Armadas per sé. Sí en cambio, contra todo intento por eludir el esclarecimiento pleno, total, y la determinación objetiva de responsabilidades, en hechos en los que habrían incurrido algunos de sus efectivos cuyo ejemplo paradigmático es Tlatlaya.
Propugnar por una investigación de hechos profunda, completa, apartidista, debe verse como un esfuerzo de la sociedad para corregir, remediar y velar, en todo lo humanamente posible, por la irrepetibilidad de acciones que violenten derechos humanos fundamentales y que, igual de lamentable, causen descrédito a la imagen de la institución. Los ciudadanos y las ciudadanas apoyan y buscan la participación constructiva de organismos regionales y mundiales, como la Organización de Estados Americanos o la Organización de las Naciones Unidas, y el apoyo de organizaciones no gubernamentales de derechos humanos, de activistas comprometidos y comprometidas con la observancia sustantiva de la ley.
No debemos engañarnos. El grueso de los mexicanos duda de las versiones oficiales y oficiosas cuando su “olfato” le dice otra cosa, o lo induce a conclusiones distintas de las que lee en medios impresos, radiales o televisivos. Esto se evidencia porque no compró en automático la inmediata exculpación de más de algún actor político ante lo acaecido en Tlatlaya. No aceptó necesariamente las versiones de algunos mandos, pero jamás ha demonizado a las Fuerzas Armadas. Quiere explicaciones objetivas y convincentes.
También desplegó con humor punzante las distintas connotaciones del verbo abatir, significando con ello que lo central está en otra parte, que lo medular reside en el hecho de que hubo vidas segadas en Tlatlaya; que lo esencial estriba en esclarecer cabalmente lo ocurrido y actuar sustantivamente conforme a derecho.
Los ciudadanos estamos empeñados en que se dilucide qué ocurrió realmente en Tlatlaya y exigimos que se finquen responsabilidades.
Intuimos, lamentablemente, que es casi imposible evitar que se repitan sucesos de esa naturaleza, como parece demostrarlo lo ocurrido con la detención de siete personas en Calera, Zacatecas el 7 de julio y lo acontecido en la comunidad de Ostula, Michoacán, el 19 de julio de este año, y el caso de los 43 desaparecidos en Ayotzinapa, Guerrero, el 23 de septiembre de 2014.
Al margen de las más apremiantes necesidades, cada uno, cada una, todos en su muy peculiar manera y tono, ponen en entredicho y les asaltan serias interrogantes sobre la lucidez y amplitud de miras de la clase política que la representa o dice representarla, de su capacidad o incapacidad o de la voluntad para trascender ambiciones e intereses particulares e inmediatos, y de su voluntad para anteponer a éstos el interés de la Nación.