También garantizar la seguridad interior, auxiliar a la población en caso de necesidades públicas, realizar acciones cívicas y obras sociales de beneficio colectivo; en casos de desastres naturales, deben prestar ayuda para el mantenimiento del orden, auxiliar a las personas que hayan sufrido daños en sus bienes y participar en la reconstrucción de las zonas afectadas.
Sin embargo, las fuerzas armadas están hoy sometidas al escrutinio público y a severos señalamientos acusatorios de organismos ciudadanos defensores de derechos humanos. Todo porque han sido orilladas a salir de los cuarteles para suplir graves deficiencias de autoridades civiles, y han tenido que hacer tareas de policías ministeriales, judiciales, federales, estatales o municipales, cuando su misión es otra, por más que una interpretación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación justifique esas tareas.
Para buena parte de la sociedad, las fuerzas armadas fueron distraídas de sus funciones. Recibieron la orden de luchar contra bandas criminales que desde hace décadas socavan la gobernabilidad del país con asesinatos, secuestros, extorsiones, corrupción y narcotráfico. Esta decisión arrastra tras de sí incompetencias de gobiernos estatales y municipales, contaminados ya por la corrupción y el crimen.
A hechos como los de Tlatlaya, en el Estado de México, y Ayotzinapa, Guerrero, reseñados en estas páginas, se suma ahora el enfrentamiento a tiros entre militares y comuneros, el domingo 19 de julio en Ostula, Michoacán, donde perdió la vida un menor de edad.
Otro caso reciente se dio a conocer el 31 de julio último, cuando un juez de distrito dictó auto de vinculación a proceso en contra de cuatro elementos del 97 batallón de infantería adscrito a la 11 Zona Militar, con sede en Guadalupe, Zacatecas, al considerar que hay elementos para procesarlos por el delito de desaparición forzada y homicidio calificado en contra de siete civiles en Calera.
El problema no es nuevo. Por citar algunos casos a los que nos hemos referido con anterioridad: incursión militar en el Internado del Instituto Politécnico Nacional en 1956; en 1958, represión militar de las huelgas de ferrocarrileros, petroleros, telegrafistas y maestros disidentes; en diciembre de 1960, estudiantes y campesinos marcharon y exigieron libertades políticas y reforma agraria integral, hubo disparos y resultaron muertos varios marchistas; el 23 de mayo de 1962, fue secuestrado y asesinado en Xochicalco, Morelos, en compañía de su esposa, Rubén Jaramillo Méndez; testigos presenciales atribuyeron el ataque a militares. En 1963 y 1966, fueron reprimidos militarmente movimientos estudiantiles en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; estos dos sucesos y la ocupación militar de la Universidad de Sonora en 1967, fueron el preludio de la culminación trágica del 2 de octubre de 1968, en Tlatelolco, donde la operación militar estuvo bajo el mando del general José Hernández Toledo (jefe del operativo contra la Universidad de Michoacán).
Luego vendría el alzamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el 1° de enero de 1994, enfrentado por el Ejército Mexicano durante 12 días de combates hasta que el gobierno federal ofreció unilateralmente un cese al fuego.
Para entonces ya estaba en escena otro mal: el crecimiento de las bandas del llamado “crimen organizado”, que se desplazaron por diferentes regiones del país con actividades diversas, como narcotráfico, contrabando de armas, extorsión, lavado de dinero y secuestros, con una nueva y peligrosa modalidad: la infiltración de esas bandas o cárteles en todos los niveles del poder público, mediante dos poderosas armas: corrupción y recursos multimillonarios en dólares.
11 de diciembre de 2006
El parteaguas del involucramiento pleno de las fuerzas armadas en la lucha contra el narcotráfico, se dio el 11 de diciembre de 2006, cuando el entonces presidente de la república, Felipe Calderón, anunció un operativo militar en su estado natal, Michoacán, contra el crimen organizado, que en el curso de ese año había perpetrado cerca de 500 ejecuciones.
El número total de bajas que desde entonces ha dejado en México la llamada “guerra” contra estas bandas criminales es oscilante. Las fuerzas armadas empezaron a contar las suyas a partir de diciembre de 2006 cuando, temerosas, las campanas del poder tocaron a rebato y las sacaron de los cuarteles: aproximadamente 450 militares. De ellos, 357 perdieron la vida durante el gobierno de Calderón. Los restantes 87 decesos (cálculo variable) han ocurrido durante la gestión presidencial de Enrique Peña Nieto.
Diversas fuentes afirman que entre 2006 y enero de 2012 murieron alrededor de 60 mil personas en ejecuciones, enfrentamientos entre bandas rivales y violentos encuentros con la autoridad. Esta cantidad incluye a narcotraficantes, efectivos militares, cuerpos de seguridad y civiles; entre éstos se encuentran periodistas, defensores de los derechos humanos y personas no identificadas ejecutadas por los cárteles. Otros calculan hasta 150 mil muertos.
Con otros deberes constitucionales específicos, y dado que nuestro país no tiene enemigos externos ni se encuentra en estado de guerra contra ningún otro Estado, dos son hoy las tareas en las que centran su desempeño las fuerzas armadas de México: el combate permanente contra el tráfico de narcóticos y el auxilio a la población civil en casos de desastres naturales.
Se calcula que 32 mil soldados de todas las fuerzas militares se hallan actualmente involucrados en la lucha contra el narcotráfico. En el periodo presidencial de Felipe Calderón fueron más de 50 mil.
El Ejército Mexicano tiene aproximadamente 300 mil elementos, entre personal de tropa, mandos medios y superiores, comandantes de zona y personal administrativo.
Si bien no enfrenta ningún conflicto, la flota aérea militar es insuficiente para un país con casi dos millones de kilómetros cuadrados de superficie y más de 11 mil kilómetros de litorales; sin embargo, participa activamente en la búsqueda de plantíos de enervantes y localización de pistas de aterrizaje clandestinas en todo el país.
Parte de los 60 mil marinos que conforman la Armada de México (Secretaría de Marina), se encarga de vigilar litorales y combatir al narcotráfico. Según datos oficiales, de 2006 a la fecha ha sufrido 50 bajas, la mayor parte de ellas en el estado de Tamaulipas.
En su ensayo “El Rol de las Fuerzas Armadas en la Constitución Mexicana” (2002), el Dr. Miguel Carbonell, profesor e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, señala: “Prácticamente hasta el levantamiento armado de Chiapas (1994), los analistas no habían reparado en la influencia de los militares sobre el proceso de cambio político, quizá con la excepción del trágico episodio de octubre de 1968 cuando se produjo la matanza de Tlatelolco”.
El mismo autor refiere que los pasos definitivos para sujetar el poder militar por parte del poder civil se dieron en la década de los años 40: el sector militar desaparece dentro del PRI y un civil llega a la Presidencia de la República, la cual ya no volverá a ser ocupada, hasta la fecha, por militares. Pero el 2 de octubre de 1968, la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, “marcó un punto de quiebre en las relaciones entre el régimen priista y la sociedad mexicana”.
Precisa el Dr. Carbonell: “A partir de entonces, se generan al menos un par de consecuencias: A) el gobierno debe apoyarse cada vez más en la fuerza de las armas para mantener el orden público, y B) una parte de la juventud disidente explora la vía de la guerrilla armada para intentar detonar al régimen. Ambas cosas dan como resultado un aumento en espiral de la violencia y la represión, y una vuelta del poder militar a la escena política”.
A mediados de los años 90, cobran importancia otros graves problemas (vinculados estrechamente) a la vida nacional: el empoderamiento de los cárteles de las drogas; la profunda corrupción que inunda prácticamente todos los espacios de la vida pública y el sensible deterioro del sistema de aplicación de justicia.
Así, desde principios de la década de los 90, los militares comenzaron a asumir tareas de seguridad pública; se instalan puntos de revisión en carreteras y estaciones de transportes y comparten la lucha contra el narcotráfico con autoridades civiles. Ello implica que el personal militar asuma también tareas de seguridad pública, en un momento en que las corporaciones policíacas del país apenas habían logrado una calificación de 6.7 en lo que respecta a sus capacidades para garantizar la protección pública y prevenir el delito (datos del Semáforo de Desarrollo Policial, en evaluación realizada por la Asociación Civil Causa Común).
Peor aún: aunque esos 42 mil 214 policías mexicanos evaluados reprobaron los controles de confianza, se les mantuvo en labores de resguardo y combate a la delincuencia.
De esos 42 mil 214 reprobados, tres mil 516 guardianes pertenecían (¿pertenecen aún?) a instituciones federales, 20 mil 421 a instituciones de seguridad estatales y 18 mil 178 a cuerpos municipales. Había entre ellos policías preventivos, investigadores, custodios, peritos, ministerios públicos y personal administrativo “con acceso a información sensible”, muchos de los cuales aparecerían luego en la nómina de las bandas criminales.
Dos elementos más forman parte del escrutinio público sobre las fuerzas armadas de México: la agudización del debate sobre los artículos 13 y 129 de la Constitución, acerca del llamado “fuero de guerra”, la constitucionalidad de la intervención militar contra el narcotráfico y la discusión sobre el respeto a los derechos humanos.
Dice el párrafo relativo del artículo 13: “…Subsiste el fuero de guerra para los delitos y faltas contra la disciplina militar; pero los tribunales militares en ningún caso y por ningún motivo podrán extender su jurisdicción sobre personas que no pertenezcan al ejército. Cuando en un delito o falta del orden militar estuviese complicado un paisano (sic), conocerá del caso la autoridad civil que corresponda”.
Juristas y constitucionalistas destacados, han expuesto muchas tesis sobre la potencial interpretación ambigua de las palabras “complicado”, “paisano”, “caso” y “fuero de guerra”, concepto este último tolerado actualmente porque se le considera necesario para mantener la disciplina en el ejército”. Pero esta opinión no es unánime. El tema es de agenda legislativa.
Derechos humanos: ¿daños colaterales?
La Secretaría de la Defensa Nacional tiene una Dirección General de Derechos Humanos. Dice su página web que está especializada en la implementación de políticas públicas “que fomentarán una Cultura de Respeto a los Derechos Humanos…”.
Pero sucesos recientes como los de Tlatlaya, en el Estado de México; Ayotzinapa, en Guerrero, y Ostula, Michoacán, que produjeron numerosas víctimas mortales y en cuya participación fueron señaladas fuerzas militares, han atraído el tema de la violación de los derechos humanos.
El Dr. Carlos Peralta Varela, desde 1995 profesor-investigador del Centro de Investigación y Formación Social del ITESO (CIFS-ITESO) y coordinador desde 2010 del Programa Institucional de Derechos Humanos y Paz del ITESO, ha señalado sin rodeos que la guerra contra el narcotráfico no sólo contribuye al incremento de la inseguridad, sino que también coloca las violaciones a los derechos humanos como daño colateral; además, la militarización no ha logrado atender la inseguridad de manera amplia e integral.
En el mismo artículo, Peralta Varela es explícito: “Los derechos humanos son un campo de lucha social. Si bien han logrado legitimarse y posicionarse a nivel internacional, pueden considerarse una utopía activa. Son relevantes porque marcan los límites y definen rumbos en la actuación de los gobiernos, al tiempo que contribuyen a sustentar, ética y legalmente, las acciones de mujeres y hombres que buscan todos los días mejorar la calidad de vida y un clima de paz en cada país…”
Hemos reiterado que, entre otros, dos son los problemas relevantes que impiden reducir los índices de seguridad en México: la corrupción y la impunidad, males que anidan en el poder público y en las corporaciones policiacas responsables de garantizar seguridad. Corporaciones a las que a partir de diciembre de 2006, como se señala líneas atrás, se les mantuvo en labores de resguardo y combate a la delincuencia en coordinación con las fuerzas armadas de México, no obstante que habían sido reprobadas por los controles de confianza.
Dice el artículo 129 de la Constitución: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”.
Pero en 1996, ante una acción de inconstitucionalidad emprendida por diputados federales de oposición, la Suprema Corte de Justicia de la Nación definió que “la interpretación histórica, armónica y lógica del artículo 129 constitucional, autoriza considerar que las fuerzas armadas pueden actuar en auxilio de las autoridades civiles, cuando éstas soliciten el apoyo de la fuerza con la que disponen” y que, por lo tanto, “la participación del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea en auxilio de las autoridades civiles, es constitucional”.
“Debe establecerse (interpreta la Corte) el equilibrio entre ambos objetivos: defensa plena de las garantías individuales y seguridad pública al servicio de aquéllas. Ello implica el rechazo a interpretaciones ajenas al estudio integral del texto constitucional que se traduzca en mayor inseguridad para los gobernados o en multiplicación de las arbitrariedades de los gobernantes, en detrimento de la esfera de derecho de los gobernados.”
La realidad la imponen los hechos: la acción militar contra el narcotráfico, el respeto a los derechos humanos e inclusive la justicia militar, están hoy bajo el escrutinio de la opinión pública.
Pero no lo está menos la obligación constitucional del poder público en todos sus niveles: federal, estatal y municipal, de garantizar seguridad, ni la grave responsabilidad legal de las corporaciones policiacas que dependen de esos poderes.
El pasado 9 de julio, el diario Excélsior publicó la primera parte de una extensa entrevista que el periodista Jorge Fernández Menéndez le hizo al Secretario de la Defensa Nacional, Gral. Salvador Cienfuegos. Unas preguntas (implícitas en el párrafo con que concluimos esta colaboración), del jefe de las fuerzas armadas de México están sin respuesta:
“Si el Ejército regresa a los cuarteles, para dejar las tareas de seguridad pública, sería como la película Un día sin mexicanos; creo que aquí el asunto estaría (en) quién toma la decisión de que las Fuerzas Armadas regresen a sus cuarteles ante la exigencia de la sociedad (de) que sigamos en las calles para protegerlos”.