Girolamo Prigione Pozzi, fue un diplomático religioso tenaz, político astuto y hombre controvertido, que logró después de 130 años, restablecer las relaciones del Estado Mexicano con el Vaticano.
Llegó a México como Delegado Apostólico en 1979, en 1992 se convirtió en Nuncio, y salió airoso en 1997, tras 19 años de bregar en las turbulentas aguas de la política nacional. Trató con cuatro presidentes: José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo; sirvió a tres Papas: Paulo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II; y le tocó vivir momentos cruciales y trágicos, durante su prolongada estancia en nuestro país.
Nació el 21 de octubre de 1921, en Castelazzo Bormida, provincia de Alessandria, Italia; se ordenó como sacerdote el 18 de mayo de 1944, estudió diplomacia en la Pontificia Academia Eclesiástica y se consagró como Arzobispo de Lauriaco, el 7 de febrero de 1968.
Antes de su arribo a México desempeñó importantes puestos en varios países y su mejor antecedente fue el haber establecido relaciones con Nigeria y la Santa Sede.
Su estrecha amistad con Ángel Sodano, Secretario de Estado del Vaticano, hombre de gran poder durante el papado de Juan Pablo II, fue factor esencial para su papel protagónico como alto representante de la Iglesia católica en México. Hizo a un lado a los obispos y arzobispos nativos y construyó una relación directa entre el Vaticano y el Poder Ejecutivo de México. Las reiteradas visitas a nuestro país del citado Papa, fueron la punta de lanza para que el 12 de octubre de 1992, el gobierno de Salinas de Gortari, después de las reformas constitucionales a los artículos 3, 5, 24, 27 y 130, diera vuelta a la página de historia y reconociera las relaciones entre la Santa Sede y México, enterrando, en parte, el Estado Laico de la generación de la Reforma, encabezada por el Presidente Benito Juárez.
En las casi dos décadas, Prigione se vio envuelto en trascendentes episodios de la vida nacional. Debutó, en cierta manera, en las fraudulentas elecciones del estado de Chihuahua en 1986, cuando el alto clero de aquella entidad amenazó con cerrar templos y con suspender misas. Le correspondió el asesinato del Cardenal Juan José Posadas Ocampo en Guadalajara, Jalisco, a manos de sicarios del narcotráfico. Intervino en el bochornoso caso de los narcotraficantes Ramón y Benjamín Arellano Félix, a quienes recibió en la Nunciatura y trató de entrevistarlos con el Presidente Salinas de Gortari, sin que las autoridades competentes – Gobernación, y PGR – hicieran algo por capturarlos.
Hacia el interior de la Iglesia combatió porfiadamente a los obispos progresistas que encabezaban la llamada Teología de la Liberación – Sergio Méndez Arceo, Samuel Ruiz García y Raúl Vera, entre otros – removió a casi la mitad de los obispos, designó clérigos afines a su política centralizada y cultivó la amistad de mexicanos poderosos en las altas élites financieras, sociales y políticas. Encubrió las denuncias contra los crímenes del padre Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo. Calificó de mitos fundacionales al ahora santo Juan Diego y la aparición de la Virgen María. Su huella en la historia de México es, indudablemente, una marca difícil de soslayar.