Un día a principios de 2013, revisaba algo en la computadora con mi esposa cuando sonó mi celular. Era una amiga de la universidad a la que algunas semanas atrás le había comentado (como a muchos de mis conocidos) que andaba sin chamba y que si sabía de algo me avisara, por favor. Por aquel entonces mi errática situación laboral sacaba chispas en mi matrimonio.
“Tengo algo para ti. Es con Movimiento Ciudadano”, me dijo mi amiga.
“¿Con quién?”, le pregunté.
“El partido que antes era Convergencia. ¿Qué pasó con el politólogo que conocí en Acatlán?”
“Se quedó en Acatlán”, le respondí. Aunque tenía la idea de que Convergencia era un partido decente, no los conocía realmente. “Podría ser peor”, seguí pensando, “podría ser algo ideológicamente incompatible conmigo, como el PRI o el PAN”.
“¿De qué se trata?”, le pregunté.
“De hacer un periódico. Me encargaron que te preguntara si te interesa”.
“Hacer un periódico…”, volví a pensar, ¿Cuántas veces había escuchado eso de ‘hacer’ un periódico, o una revista, y cuántos habían pasado realmente de la ocurrencia al papel? ¿Cuántos colegas no se habían quedado colgados de la brocha después de un montón de horas de trabajo y desveladas ‘haciendo un periódico’?
“Lo voy a pensar”, dije muy digno; pero volteé a ver a mi esposa, que había alcanzado a escuchar la oferta de trabajo y me miraba enarcando una ceja amenazante.
“Sí me interesa”, corregí.
Cuando llegué a la oficina de El Ciudadano, me encontré con que ya había un número cero en la imprenta, que tenía muy buena redacción, y que el diseño y el contenido no estaban nada mal (me gustaron las sandías de Frida Kahlo en la portada).
Conmigo fuimos tres: Arturo Sánchez Meyer, el director, Guillermo Revilla (El Ponch), jefe de redacción, y yo, redactor. “Estos son de mi misma especie”, recuerdo que pensé, les gustaba Joaquín Sabina y hablaban de libros, cine y teatro. De pronto también se asomaba por la oficina Luis Gutiérrez, presidente de la Comisión Editorial, y nos platicaba alguna anécdota personal enmarcada en la historia reciente de México.
Me integré desde el No. 1. Con ésta son 30 ediciones, dos años y medio exactamente. Después se sumó Reyna Parissi, asistente de redacción, y fuimos cuatro. Se fue El Ponch (a hacer teatro) y llegó Patricia Zavala (Paty), y ahora me voy yo (a Australia) y El Ponch regresa.
Mes con mes, uno hace entrevistas, investiga, escribe, corrige textos ajenos, revisa la edición, firma los plotters, y no sabe a dónde va a parar todo eso. La familia, los amigos y la gente de Movimiento Ciudadano de vez en cuando comentan algo que les gustó del periódico; “bueno, piensa uno, es natural escuchar comentarios positivos de quienes están cerca, no es crítica objetiva”.
Pasa el tiempo y alguien que acabas de conocer identifica El Ciudadano y tiene una buena opinión de él… Puede ser casualidad; sin embargo, poco a poco, eso pasa con más frecuencia y la impresión general es buena. Y un día (hace tres meses) llega una carta de Elena Poniatowska felicitándonos por nuestro trabajo. “¡Ah, caray! A esa señora sí le creo”.
¿De dónde viene ese reconocimiento, me pregunto, habiendo tantos otros medios periodísticos inmensamente más grandes y pujantes? Sólo puedo esbozar una hipótesis para explicármelo: en este mundo contaminado en que vivimos, la esfera de la información es una de las más llenas de basura, y en México esa basura informativa es particularmente abundante y perniciosa.
Con basura informativa me refiero a muchas cosas que ocultan, opacan y, en resumidas cuentas, contaminan nuestra percepción de la realidad: noticias morbosas y sensacionalistas; información intrascendente de relleno; notas de temas importantes, emitidas por medios ‘serios’, pero mal hechas: incompletas, mal redactadas, confusas; la molesta publicidad que acecha, acosa y distrae de mil maneras; y, obviamente, la manipulación propositiva de las noticias y/o la flagrante presentación de mentiras viles como “verdades históricas” (al mejor estilo de la propaganda Nazi: repítelo sin descanso hasta que se convierta en verdad; tema abordado en El Ciudadano por Luis Gutiérrez en su columna “En el llano” en marzo de este año: http://elciudadano.org.mx/enel-llano/el-gran-estratega).
En ese contexto, medios como El Ciudadano, que se preocupan por buscar buenas fuentes y presentar información completa, clara y sustentada, aun siendo pequeños y con precaria difusión, necesariamente destacan dentro del desolado paisaje general.
Y agrego otra característica de este medio que considero importante: el ejercicio de la memoria. Sin ser una directriz explícita (quizás más bien una característica impuesta por el carácter mensual de la publicación), quienes escribimos regularmente en El Ciudadano nos hemos preocupado por indagar en las causas y los antecedentes históricos de los hechos, de tal forma que la información no quede descontextualizada en una instantánea del presente.
Esta peculiaridad me parece especialmente valiosa en un país en el que el propio presidente nos recomienda “superar” lo pasado, en otras palabras, olvidarnos de que #FueElEstado; porque si hacemos lo contrario, recordar, descubriremos que a lo largo de muchas décadas, una y otra vez, ha sido el Estado, y que esa herencia de impunidad y corrupción no resuelta es la que hoy nos desgarra como nación.
Perdón por ponerme denso. Sin más (por el momento), ya con esta me despido, no sin antes agradecer las finas atenciones de todos mis compañeros de trabajo (en esta y otras oficinas). De veras, gracias, nunca me la había pasado tan a gusto en un trabajo, ni había sido tan gratificante. Les deseo lo mejor y ojalá que a todos nos vaya bien (a cada quien por su camino).