Es indudable que la fuerza y efecto de las redes sociales en materia de comunicación están siendo hoy en día, un factor básico en la construcción de una opinión pública mucho más informada, deseosa de que su voz sea escuchada y sus opiniones tomadas en cuenta por los distintos destinatarios a los que se envían los mensajes.
Tras décadas de estar sometidos por el sistema político mexicano –a través de sus brazos ejecutores, los medios de comunicación– la sociedad mexicana ha encontrado una valiosa herramienta de presión y de expresión, para hacer saber a los gobernantes, sobre todo, que se están acabando los tiempos de secrecía y opacidad en cuanto al manejo de los asuntos de carácter público. Esta circunstancia me recuerda el famoso “destape español” de la época post-franquista de finales de los años 70 del siglo pasado, cuando luego de tanta represión, la sociedad española auténticamente “se desbocó” y se fue acostumbrando a manifestarse y a exigir legítimamente sus derechos.
Del desbordamiento, paulatinamente fueron pasando a la mesura, orientando efectivamente sus ansias. Guardando las proporciones del caso, lo mismo está ocurriendo actualmente en nuestro país, donde no pasa un día sin que a través del Twitter, Facebook, YouTube, Instagram y demás redes sociales, no se conozca algún hecho que indigne, conmueva, moleste, anime y nos haga reaccionar individual, y a su vez, colectivamente. Por supuesto que las autoridades federales y algunas estatales ya han visto cómo se encienden las luces preventivas ante el avance de dichos canales de comunicación social. Por ello, de inmediato están instrumentando palancas de freno que limitan el genuino trabajo en las redes sociales, para evitar que se difundan temas que a los gobernantes no les interesa que se conozcan.
Este es el cuento de “nunca acabar”, en donde gobiernos incapaces tratan a toda costa de impedir que los gobernados se organicen, se unan y se concienticen políticamente, porque siempre es incómodo batallar con una sociedad exigente y permanentemente inconforme. Ese es su miserable punto de vista.
Los mexicanos de bien, todos aquellos que deseamos ver crecer a la nación en forma ordenada y sólidamente, debemos estar alerta ante las autoritarias maniobras que ya están manejando algunos congresos estatales, en el sentido de establecer –entre otras cosas– multas económicas y hasta cárcel por las expresiones que los ciudadanos hagamos en las redes sociales y que “dañen” la reputación de los políticos.
Qué pena de autoridades; en lugar de ver la forma en que se pueda hacer sinergia entre gobernantes y gobernados, de inmediato acuden a su tiránica conciencia en busca de recetas para reprimir y castigar. El sistema político mexicano, de esencia paterno-autoritarista, trató “a golpes” a la sociedad mexicana, forjándole un carácter sumiso a la mayoría de sus miembros.
No se saben otra. Afortunadamente la globalización ha traído la “buena nueva”, de que las relaciones entre unos y otros se establezcan en función de valores como el respeto, la pluralidad, la transparencia, la consulta de opinión y la rendición de cuentas, entre otros principios fundamentales. La cuestión es que aparentemente la sociedad sí desea trabajar así, mientras que los políticos de siempre, no quieren. Ahí el dilema.