LOS MEDIOS Y EL ESTADO CORRUPTOR

Luis-gutierrez

Luis-gutierrez

Una mañana de la primavera de 1994, el gobernador de un estado limítrofe con el Distrito Federal me invitó a desayunar en su casa de gobierno. El motivo era evidente: se aproximaba el relevo presidencial en diciembre de ese año y él, amigo personal de Ernesto Zedillo, reemplazo del asesinado Luis Donaldo Colosio, hacía talacha mediática para incorporarse al gabinete. Al café, nos interrumpió una llamada telefónica. “Es privada”, anunció un asistente.

El gobernador se levantó a contestar. Regresó como a los diez minutos, preocupado y hasta un poco malhumorado. Inesperadamente me confió: –Era fulana (mencionó el nombre de una columnista a quien yo sólo conocía de nombre). Quiere dinero, una cantidad importante. Y hasta me amenazó: “Óyeme bien tal por cual, si para el lunes (era miércoles) no me depositas, te juro que a partir del martes empiezo a romperte la madre”.

–¿Qué piensas hacer?–, le pregunté asombrado. Y agregué: “Mándala al carajo”.

–No puedo. Ahora mismo le hablé al secretario de Gobernación y le pedí instrucciones. Me dijo que le va a consultar al presidente. También le informé que, según ella, el dinero es para el director del periódico. Volvió a entrar al comedor el asistente para informarle al gobernador:

–Le habla el secretario de Gobernación. Esta vez la llamada fue breve. El gobernador volvió a la mesa, pidió café para los dos (yo ya había terminado la primera taza). Permaneció en silencio un par de  minutos y finalmente me vio a los ojos, en busca de comprensión. Habló al fin:

–¿Sabes qué me dijo textualmente el señor secretario de Gobernación?: “Dele el dinero, señor gobernador. El gobierno de la República no quiere problemas con sus amigos periodistas”.  La columnista tuvo su dinero el lunes siguiente. Y el gobernador fue poderoso secretario de Estado en el gobierno de Ernesto Zedillo.  Con frecuencia se habla de los medios de comunicación como “el cuarto poder”.

No sé si sean primero, cuarto o quinto. Pero reconozco que son poderosos, en tanto tienen capacidad de construir, destruir, modificar, e inducir. Pero su función principal es mediar entre la ciudadanía y el poder público. Son un equilibrio fundamental para toda democracia y su obligación permanente es estar siempre del lado del interés ciudadano.

Desde el siglo XVI, cuando las monarquías estaban de moda en toda Europa, se reconoció el derecho del pueblo a la resistencia y a la revolución si el monarca rebasaba ciertos límites jurídico-naturales, como lo definió Jorge Carpizo McGregor en su ensayo “Los medios de comunicación masiva y el Estado de Derecho. La democracia, la política y la ética” (Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, 2011).

Pero al igual que cualquier otro poder, llámese ejecutivo, legislativo o judicial, el de los medios no debe ser absoluto ni ilimitado. Cuando así ocurre, avasalla libertades y derechos.

Llama la atención que los juicios sumarios sobre “prensa vendida, prensa corrupta”, etcétera, se viertan generalmente sobre las infanterías de la comunicación: reporteros y fotógrafos, articulistas y analistas, por ejemplo, cuando los casos de perversión grave (con valiosas excepciones), se dan entre los dueños de los medios, los grandes empresarios de la comunicación, a cuyo alcance siempre hay escuderos o mensajeros a los que también ha alcanzado el poder corruptor del Estado, como la anécdota que se reseña al principio de estas líneas.

Este tema, el del Estado corruptor y el de los periodistas corrompidos, debió ser incluido en el debate generado en torno a la Ley sobre el Derecho de Réplica, derivada de una reforma constitucional que se aprobó hace ya dos años.

¿Ganará, como escribió el filósofo alemán Max Weber, la obra periodística irresponsable, con todo y sus funestas consecuencias? ¿O ganará la responsabilidad del periodista honrado, que es mucho mayor que la del sabio y que, por término medio, en nada le cede a la de cualquier otro intelectual?