“Solamente nosotros, los jóvenes, podemos cambiar la política, pero tenemos que involucrarnos y actuar en este momento”
La llovizna no detuvo a más de 50 mil manifestantes que se congregaron el sábado 26 de septiembre en la residencia presidencial de Los Pinos, en la Ciudad de México, para marchar por el Paseo de la Reforma hasta el Zócalo. El propósito fue mantener viva la memoria del ataque perpetrado un año atrás en la ciudad de Iguala, Guerrero, contra los estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, de Ayotzinapa, y la exigencia de que aparezcan vivos 43 de sus alumnos, cuya desaparición sigue impune.
La marcha dio inicio alrededor de las 12:30 horas. Esa mañana, el periódico La Jornada publicó en su primera plana un recuento de los acontecimientos relevantes del caso. Lo tituló: “Ayotzinapa, la herida abierta”.
Pero el paso firme de la marcha de protesta, el vigor y el coraje vertidos en las consignas de los manifestantes, revelaban a todos que son muchas las heridas que siguen abiertas. Ayotzinapa, Tlatlaya, la guardería ABC de Hermosillo, el encarcelamiento de José Manuel Mireles Valverde, la Casa Blanca en las Lomas de Chapultepec, todo ello en contextos diferentes pero al fin y al cabo heridas sin cerrar.
Heridas abiertas que no sanan con intenciones paliativas, sino en función del tamaño, la profundidad y el dolor causado por la herida inferida. Si es amplia y profunda, llevará tiempo en sanar. Si no es atendida, jamás cicatrizará. Hace falta, como en los procedimientos terapéuticos para el tratamiento de lesiones graves, tener las manos limpias y perseverar los cuidados que exige el tratamiento. Pero hace años que la negligencia y hasta la perversión con que el poder público ha manejado sus obligaciones con la sociedad, han dejado tras de sí dolorosos daños y profundas heridas. Retórica, simulación y engaños es todo cuanto ofrece la élite gobernante para sanar a México.
La marcha del 26 de septiembre fue pacífica. La encabezaron padres, madres y parientes de los 43 normalistas desaparecidos, acompañados por el abogado Vidulfo Rosales, diversos sindicatos, organismos no gubernamentales y agrupaciones de Derechos Humanos, además del estudiante que sobrevivió a los ataques de hace un año, Omar García. La indignación, el enojo, el sentimiento de hartazgo, estaban en los rostros de los manifestantes.
Cuando el actual jefe del Ejecutivo tomó posesión de su cargo, el primero de diciembre de 2012, el ritual le exigió decir ante el Congreso de la Unión: “Protesto guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión; y si así no lo hiciere que la Nación me lo demande”.
Hoy que la nación se lo demanda, nada ocurre. Nada se hace. Y lo poco que dicen que se hace, lo hacen mal. Las heridas siguen abiertas y cada día se ensanchan más.
El mismo sábado 26 de septiembre por la tarde se llevaría a cabo el llamado clásico del fútbol, el encuentro América-Chivas en el Estadio Azteca. Los diarios destacaban en sus notas el lleno total que habría en el Azteca. Minimizaban así la marcha multitudinaria por Ayotzinapa. En particular, el periódico Reforma borró a casi 30 mil mexicanos que se manifestaron esa tarde, al cabecear su nota: “Protestan 18 mil en DF por normalistas” . Estamos, a todas luces, ante un grave problema de cultura crítica y de apatía hacia los graves problemas sociales.
Por ello me pregunto siempre si las demandas de los manifestantes llegan a oídos del principal destinatario. Y no me refiero a las mentadas de madre, sino a frases como: “No somos uno, no somos cien, prensa vendida cuéntanos bien”; “En México, la verdad está escondida en Los Pinos”; “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!” y “¡Justicia!”.
Si la prensa no cumple su función de mediación, si no sirve como medio de comunicación entre el ciudadano y el poder; si (parafraseo aquí al jefe del Estado Vaticano) “no sirve para servir”, entonces no sirve para nada. Los gritos de cólera y de indignación ante los abusos del poder, la corrupción y la impunidad seguirán estrellándose ante la ignominiosa sordera de los poderosos.
Olvida nuestra élite gobernante que esta peligrosa incapacidad auditiva del poder acaba por incomunicarlo, por aislarlo peligrosamente de la ciudadanía a la que se debe.
Las heridas de nuestro país no cicatrizan, se suceden una tras otra, casi fatalmente, mientras el poder le apuesta al olvido; y continuarán sangrando mientras no lleguen manos limpias a curarlas.
Las distorsiones del poder público, preñadas de corrupción, ineficacia, mentiras e impunidad, tienen a nuestro país agotado, con instituciones débiles y un Estado impotente, que simplemente no sabe qué hacer.