A mediados del siglo XVII, por ahí de 1647, Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla y decimoctavo virrey de Nueva España, quiso imponer una reforma educativa y eclesiástica para restringir la entonces exitosa intervención de los jesuitas en la educación.
Esta reforma inquietó y soliviantó a comunidades indígenas, para las cuales (conquistadas, sometidas y despojadas), la educación era una tabla de salvamento en los borrascosos tiempos de la Colonia. También impactó en comunidades estudiantiles que pertenecían a las clases medias y altas de la sociedad, que recibían formación académica sólida de los misioneros jesuitas: de sus filas salían no solamente prósperos comerciantes y hombres de negocios, sino los futuros funcionarios del gobierno de la Nueva España.
Surgió entonces una activísima movilización estudiantil de resistencia, cuya lucha duró alrededor de un sexenio; el virrey De Palafox y Mendoza tuvo que guardar su reforma para tiempos menos adversos.
Casi un siglo después, en febrero de 1767, con el pueblo español al borde de la sublevación por una crisis económica y presionado por otras órdenes eclesiásticas, el rey Carlos III de España ordenó la expulsión de los jesuitas de las provincias del reino español, la Nueva España (México) entre ellas.
La orden del rey se cumplió, pero no sin reacciones: se difundieron panfletos opositores, poemas mordaces y rumores populares que la Santa Inquisición se encargó de perseguir (y castigar). Desde su exilio en Italia, los jesuitas expulsados generaron producción literaria, histórica, antropológica o naturalista que habría de dar contenido y nueva identidad regional a una nueva nación en ciernes: México. En aquella producción de los jesuitas en el exilio nació sin duda un discurso patriótico de la Nueva España, y un clima de rechazo a la Metrópoli, que cuajó en el grito independentista en septiembre de 1810.
Primer tlatelolcazo
El caso es que hubo en varias partes del territorio colonial enérgicas movilizaciones estudiantiles de protesta y aun de indignación popular contra la expulsión de los 687 jesuitas distribuidos en la provincia. Estallaron sublevaciones en Pátzcuaro, Uruapan, San Luis Potosí, San Luis de la Paz y Guanajuato para tratar de impedir la salida de los misioneros. El visitador real, José Gálvez, que se distinguió por su fiereza para reprimir a los sublevados (azotes, deportaciones, ahorcamientos y decapitaciones), ordenó sin más la ejecución de 69 estudiantes: el primer tlatelolcazo en la historia de México, que dejó tras de sí un profundo resentimiento en buena parte de la población.
Desde entonces, la represión contra jóvenes y estudiantes parece perverso lugar común del ejercicio del poder público en México. Es una especie de proceso selectivo: se cuida la formación de cuadros para gobernar, al tiempo que se limitan las oportunidades de educación y desarrollo para quienes serán gobernados.
La vida estudiantil (activa y manifiesta en movilizaciones políticas) tiene vigencia corta y transitoria. Pero en las comunidades estudiantiles, sobre todo las de base popular, suelen gestarse siempre las primeras expresiones de rebeldía y descontento ante el poder que no entiende ni atiende. Los sueños y los ideales estudiantiles así son.
En el siglo XX, la acción de los estudiantes fue más allá de las meras demandas reivindicadoras. Los jóvenes empezaron a marchar del brazo de obreros, intelectuales, campesinos y otros sectores para exigir una vida más democrática y más justa para sus respectivas sociedades.
Las escuelas normales rurales, impulsadas por Lázaro Cárdenas para mitigar la inequidad y el rezago social imperantes en el campo, dejaron de ser prioridad oficial a mediados de los años 40. Esta circunstancia hizo más profundos los vínculos de solidaridad entre los estudiantes normalistas y las comunidades campesinas, vínculos que resultaron amenazadores para el poder público, de ahí su empeño en aniquilarlos.
La cronología de los movimientos estudiantiles en México, con su caudal de sangre y muerte, es vastísima. Faltaría espacio para reseñar cada suceso por separado. Es importante señalar aquí: 1) Los acontecimientos de 1968, con su criminal desenlace en la Plaza de las Tres Culturas, Tlatelolco; 2) Los sucesos del 10 junio de 1971; y 3) La tortura y el asesinato de seis personas (entre ellas un estudiante), así como la desaparición forzada de 43 alumnos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa “Isidro Burgos”, en Iguala, Guerrero, el 26 y el 27 de septiembre de 2014. Estos son sin duda ejemplos paradigmáticos de la negra historia represora del Estado mexicano. Sin embargo, no pueden, no deben ser comparados con ningún otro movimiento de lucha estudiantil: hacerlo sería despojar a cada episodio de las características especiales que lo han impulsado. Cada uno forman parte, además, de la memoria de sacrificio y valentía de miles de jóvenes mexicanos y de decenas de planteles educativos. Su huella es perdurable.
Figuran en esta cronología, con omisiones involuntarias, huelgas de estudiantes contra el régimen de Porfirio Díaz desde 1907. Los reclamos eran harto explicables: aparte del rechazo a la dictadura, los jóvenes pedían reformas a métodos académicos, la expropiación de los ferrocarriles, protestas por la imposición de reglamentos para exámenes trimestrales.
El 24 de abril de 1913, en Xochimilco, se descubrió un “complot de estudiantes” contra la dictadura de Victoriano Huerta y fueron aprehendidos Jorge Prieto Laurens, Arturo Zubieta y José Inclán; simultáneamente, estudiantes y obreros conspiraban contra Huerta en la Escuela al Aire Libre de Santa Anita.
1929: la autonomía de la Universidad
El 10 de enero de 1929, la Federación Estudiantil Mexicana solicitó a la SEP que pusiera en vigor el acuerdo de marzo de 1928, relativo al otorgamiento de representatividad a la Federación, que tenía una afiliación de 25 mil estudiantes en la Ciudad de México, con delegaciones en 54 escuelas universitarias, técnicas y libres, con el fin de lograr conquistas para los estudiantes.
Seis días después marcharon en la Ciudad de México estudiantes que demandaban la revocación del plan de estudios de la Escuela Nacional Preparatoria; la manifestación fue disuelta por policías y bomberos, lo que originó protestas de alumnos y autoridades universitarias.
Luego de cuatro meses de lucha, el 28 de mayo, el Comité Central Ejecutivo de Huelga que tenía al frente a Alejandro Gómez Arias y a Ricardo García Villalobos, entregó sus demandas al presidente Emilio Portes Gil: pedían la renuncia del secretario de Educación Pública, del subsecretario, del rector y de todos los directores y empleados que resultaran responsables de las represalias en contra de los estudiantes. También solicitaban paridad en el Consejo Universitario, reincorporar las secundarias a la Escuela Nacional Preparatoria, la creación de un Consejo de Escuelas Técnicas y un Consejo de Escuelas Normales.
La respuesta de Portes Gil llegó el 30 de mayo: aunque calificó de injustificadas las peticiones de los estudiantes, abrió una puerta a la solución del conflicto. El problema de la Universidad, dijo, se podía resolver concediéndole la autonomía.
El Consejo Universitario se adhirió a la iniciativa presidencial en tanto que el Consejo de Huelga logró que alumnos y maestros universitarios participaran en la revisión del proyecto. Renunciaron el rector Antonio Castro Leal y los directores de la Facultad de Derecho y de la Escuela Nacional Preparatoria.
Al fin, el 9 de julio, el presidente Emilio Portes Gil expidió la Ley Reglamentaria de la Universidad Autónoma; dos días después terminó la huelga, que había durado 68 días.
Menudearon las huelgas y los movimientos de protesta estudiantil. Incluso ocurrió la primera huelga de alumnos de escuelas normales, pero en la mayor parte de los casos se repitieron la respuesta (balas y garrotazos), y los resultados (jóvenes muertos y heridos), sin contar el saldo en bajas civiles: maestros, líderes sociales, dirigentes campesinos, obreros.
Hacia 1968: Sonora, Michoacán…
En diciembre de 1958, caliente aún la represión militar de las huelgas de ferrocarrileros, petroleros, telegrafistas y maestros disidentes de ese año, estudiantes y campesinos marcharon por las calles de la Ciudad de México para exigir libertades políticas y reforma agraria integral; una vez más les respondieron con balas y hubo varios muertos. Pero faltaba más…
Las represiones militares a estudiantes de las universidades de Sonora y Michoacán en 1967 (la de San Nicolás de Hidalgo, en Morelia, Michoacán, ya había sido ametrallada en 1949 por policías y militares); el trágico desenlace de la lucha estudiantil del verano de 1968 el 2 de octubre en Tlatelolco; y el ataque criminal de los “halcones” contra estudiantes el 10 de junio de 1971, en la Ciudad de México, fueron el crisol de la guerra sucia en la década de los 70 y parte de los 80.
Los nombres de los ejecutores de la represión quedaron en la memoria histórica. Entre muchísimos otros, el del temible mayor Mario Arturo Acosta Chaparro, que dirigió la guerra sucia contrainsurgente en los años 70, con un saldo de más de un centenar de desapariciones forzadas de estudiantes, campesinos, activistas sociales y maestros; el de Miguel Nassar Haro, jefe de la siniestra Dirección Federal de Seguridad, señalada como responsable de torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones, y el del general José Hernández Toledo, personaje central en el operativo criminal del 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas.
El 23 de julio de 1968, por segundo día consecutivo, alumnos de las vocacionales 2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional se enfrentaron a golpes en calles de la colonia Juárez, en la Ciudad de México, con estudiantes de la escuela preparatoria Isaac Ochoterena, adscrita a la UNAM. A diferencia del día anterior, esta vez intervinieron en la trifulca 200 granaderos que pusieron paz a punta de golpes y detenciones a granel.
Al paso de los días, en un clima de intolerancia y soberbia, aquel pleito callejero se convirtió en el más grande movimiento estudiantil de que se tenga registro, con demandas democráticas: diálogo público, libertad para los presos políticos, desaparición del cuerpo de granaderos, destitución de jefes policiacos, derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal, referentes al ridículo delito de disolución social, e indemnización a familiares de muertos y heridos caídos en las numerosas trifulcas de todo ese sangriento verano.
El trágico e histórico movimiento culminó la tarde del 2 de octubre siguiente, con una represión de policías uniformados, soldados y un misterioso grupo de sujetos con guantes blancos en la mano derecha, que irrumpieron violentamente en el mitin que el Consejo Nacional de Huelga celebraba en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco.
Como se ha señalado, el general José Hernández Toledo (cuya herida en la refriega ha sido cuestionada), tenía el mando del cruento operativo. Pero después se revelaría que los hombres del guante blanco pertenecían a un llamado “Batallón Olimpia”, bajo las órdenes del general Jesús Castañeda, subordinado a su vez del general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor del presidente Gustavo Díaz Ordaz.De Gutiérrez Oropeza fluían los reportes al secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez, y al secretario de la Defensa, Marcelino García Barragán.
La mano del gobierno fue evidente. En los dos intensos tiroteos de la tarde y noche del 2 de octubre, participaron misteriosos francotiradores, señalados por algunos investigadores como presuntos integrantes del “Batallón Olimpia”. Esa noche fueron capturados dos de esos emboscados: eran miembros del Estado Mayor Presidencial y su liberación fue gestionada directamente por el general Luis Gutiérrez Oropeza, según testimonios del general Marcelino García Barragán entregados por su nieto Javier García al periodista Julio Scherer.
¿Cuántos murieron en la Plaza de las Tres Culturas? ¿Cuántos fueron heridos? ¿Cuántos detenidos desaparecieron esa noche en el Campo Militar número 1? Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero la consigna quedó: “2 de octubre no se olvida”.
10 de junio: el halconazo
Dos años y ocho meses después de la muy reseñada y cruenta represión de Tlatelolco, el 10 de junio de 1971 (día de la festividad del Jueves de Corpus), un grupo numeroso de paramilitares denominados “halcones” reprimió a tiros a centenares de estudiantes en la calzada México-Tacuba de la capital del país. Los jóvenes marchaban en demanda de la liberación de presos políticos, la derogación de la Ley Orgánica de la Universidad Autónoma de Nuevo León y la desaparición de porros en diversos planteles de enseñanza media y superior. El coronel Manuel Díaz Escobar, entonces subdirector de Servicios Generales del Departamento del Distrito Federal, declaró en la PGR que supo de los hechos (en los que hubo muertos y heridos), “por medio de la prensa”. Pero 13 días después, la Dirección Federal de Seguridad detuvo a un ex “halcón” con 50 credenciales de los jóvenes agredidos y dos tarjetas en las que Díaz Escobar habría retransmitido órdenes del jefe del Departamento del DF, Alfonso Martínez Domínguez. Después se supo que Escobar dirigía a los “halcones” desde 1966.
La represión del 10 de junio de 1971 ha sido señalada como la más evidente e impune cometida por el Estado mexicano contra un movimiento estudiantil. Más de 30 jóvenes fueron asesinados. En este marco criminal surgió en México la guerrilla urbana. También se inició una de las etapas más oscuras de la vida nacional: “la guerra sucia”, en la que millares de jóvenes mexicanos cayeron abatidos, torturados, desaparecidos, obligados al destierro.
Las escuelas normales rurales
Una constante de las luchas estudiantiles en casi todo el país, ha sido la participación activa del alumnado de las escuelas normales rurales. El Instituto Politécnico Nacional, la UNAM, la mayor parte de las universidades públicas estatales, han recibido en sus respectivos movimientos el apoyo de jóvenes normalistas. Así ocurrió en marzo-abril de 1950, cuando diversas normales rurales realizaron una huelga en demanda de atención a sus condiciones de abandono.
La huelga terminó el 25 de abril, no sin que el gobierno ordenara el cierre de las escuelas normales de Salaíces, Chihuahua, y Tuxcueca, Jalisco.
Los mismos normalistas rurales habrían de apoyar en mayo de ese año el paro de 25 mil estudiantes del Instituto Politécnico Nacional (duró 46 días), que pedían una nueva Ley Orgánica, reformas materiales, construcción de nuevas escuelas técnicas, creación de consejos técnicos escolares y remoción de funcionarios ineptos. La SEP cedió.
El 18 de abril de 1956 los estudiantes de las escuelas normales rurales iniciaron una huelga que llegó a sumar la solidaridad de 100 mil estudiantes unidos al paro en 23 estados de la República. Sus demandas fueron atendidas.
Las crecientes movilizaciones de alumnos en escuelas normales de diversas partes del país, provocaron que fueran señaladas como nidos de subversión, de comunistas, agitadores, flojos, viciosos, libertinos… El gobierno empezó a colocarlas en la mira de sus acciones represoras. Los señalamientos alcanzaron a las secundarias federales, que el gobierno de Lázaro Cárdenas había convertido en internados para hijos de trabajadores. Estos internados, que durante años fueron un apoyo invaluable para familias de obreros y campesinos, fueron clausurados por Adolfo López Mateos en 1959 y convertidos en grises secundarias mixtas.
Aquellas normales rurales formaron maestras y maestros con profunda vocación educativa y, sobre todo, con gran compromiso social para democratizar la educación y mejorar las condiciones de vida de sus comunidades y escuelas. En este desafiante empeño tuvieron que enfrentar poderes facciosos y peligrosos caciques, los peores que haya prohijado y cobijado el México post revolucionario.
Maestros de este temple han mantenido, siempre y desde entonces, con el alma en vilo a la élite en el poder, y en permanente estado de alerta a los estudiantes de las escuelas normales rurales, que en el curso de su existencia han visto los atropellos sufridos por compañeros de lucha: médicos, ferrocarrileros, maestros, campesinos, telegrafistas, obreros, electricistas.
Atropellos en los que, hay que decirlo, se ha dejado sentir la dura mano castrense. Hace muchos años que, desde Palacio Nacional, se ha propiciado que las fuerzas armadas desalojen, repriman, ocupen, golpeen… liquiden. ¿Cómo olvidar la ejecución, el 23 de mayo de 1962, de Rubén Jaramillo, su esposa y sus hijos, a manos de militares? ¿Qué hacer con esa vergüenza? ¿Esconderla? ¿Olvidarla? ¿Convertirla en verdad histórica?
Ayotzinapa
El uso de la fuerza para reprimir marchas o protestas no es novedad en Guerrero, ni en muchas otras partes del país. Muchos recuerdan aún la matanza de estudiantes y campesinos en Chilpancingo, el 30 de diciembre de 1961, cuando exigían reforma agraria integral y respeto a las libertades políticas, matanza que se refrendó al año siguiente en Iguala, en el segundo aniversario de la criminal represión de Chilpancingo.
Por comisión u omisión, el gobierno federal involucró a tropas del 27° Batallón de Infantería en los execrables sucesos del 26 y 27 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero, que culminaron con el asesinato y la desaparición forzada de jóvenes alumnos de la Escuela Normal Rural “Isidro Burgos”, de Ayotzinapa.
Lo ocurrido en Iguala ha sido ampliamente reseñado y analizado, incluso en las páginas de El Ciudadano: jóvenes normalistas se apoderaron de cinco autobuses (y no cuatro, como señaló la versión oficial) para realizar movilizaciones políticas, cuando fueron atacados con armas de fuego por policías y presuntos sicarios del narcotráfico sin que el ejército, enterado de los hechos, interviniera para pacificar. Según la PGR, la policía entregó a los estudiantes, que después fueron torturados, asesinados e incinerados en un basurero de la cercana población de Cocula, a un grupo de sicarios del crimen organizado.
Entre las víctimas de aquella terrible noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, hubo más que 43 desaparecidos. Uno de los sacrificados por la barbarie fue el estudiante Julio César Mondragón, cuyo cadáver fue encontrado con fracturas en diversas partes del cuerpo, hemorragias internas y el rostro desollado, sin duda por un demente. “Táctica frecuente –leo en nota periodística– usada por los cárteles de la droga para crear terror”. Además, esa noche fueron asesinadas otras seis personas: tres normalistas, la pasajera de un taxi, un joven jugador de futbol y el chofer de un autobús.
La versión de que los soldados del 27° Batallón de Infantería no se enteraron de los hechos, está en entredicho. La información de que 43 cadáveres, según la PGR, fueron incinerados en un basurero cercano al poblado de Cocula y arrojados a un río, es insostenible (ver edición de El Ciudadano, febrero de 2015).
Amnistía Internacional corroboró lo publicado por El Ciudadano e hizo suyos los señalamientos del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, auspiciado por la Comisión Internacional de Derechos Humanos, sobre la absoluta incompetencia y la falta de voluntad del gobierno mexicano para encontrar y castigar a los responsables