El Papa Francisco dejó en México muchas velas encendidas y otras apagadas. Actuó como un Jefe de Estado, pero recibió atenciones como líder espiritual del catolicismo. Sus proclamas, en 14 alocuciones durante su visita de seis días a diferentes entidades – Ciudad de México, Estado de México (Ecatepec), Chiapas (Tuxtla Gutiérrez y San Cristóbal de las Casas), Michoacán (Morelia) y Chihuahua (Ciudad Juárez)- estuvieron cargadas de reconvenciones genéricas, tanto a los dirigentes del clero nacional, como a la clase política. En los más de 200 kilómetros recorridos por calles, plazas, templos y estadios, encontró a su paso el fervor de su grey, pero fue escudado por la cobertura de miles de policías y funcionarios públicos. Rompió, como es su práctica, los severos protocolos de seguridad, pero no quebrantó los procedimientos para atender grupos lastimados y heridos por el México violento y sanguinario, como son los casos de Ayotzinapa, las víctimas de la pederastia, los miles de feminicidos ocurridos, los sacerdotes y periodistas asesinados y las desapariciones forzosas en una guerra tenebrosa y permanente.
En sus palabras, de tono mesurado y cansino las más de las veces, envió mensajes de esperanza y aliento a segmentos de la política, pueblos originarios, jóvenes, familias, empresarios, trabajadores, presos y mujeres, pero no les dijo cómo lograr su emancipación de los males que los agobian. Entabló diálogo, previamente conocido y deliberado por él y su séquito, con representantes de diversos sectores sociales, que fueron cubiertos hasta la saciedad y lo grotesco de lo nimio, en escenarios faraónicos y ornamentados, por el poder de los medios de comunicación y las redes sociales.
Sin embargo, lo más relevante de esta gira jubilosa del primer Papa jesuita y no europeo en México, estuvo marcado por el nuevo encuentro con un gobierno que no respetó la laicidad del Estado, ganado a pulso por la honesta y valerosa generación de la guerra de Reforma, encabezada por Benito Juárez, y se doblegó ante una corriente mayoritaria religiosa que trata de ganar terreno con acuerdos por debajo de la mesa. El Estado laico, suprema conquista republicana, se caracteriza por la separación de las tareas eclesiásticas y las del poder público, por el respeto a la libertad de creencias de sus gobernados y por la soberanía propia ante cualquier otro poder; por ello no caben la violación y el disimulo a los preceptos constitucionales y las leyes en materia religiosa.
La histórica reunión del presidente Enrique Peña Nieto y el pontífice romano en Palacio Nacional, fue el punto de partida para una nueva manera de arreglo entre el Estado y la Iglesia católica.
Bastaría señalar el error de dirigirse al Papa como Su Santidad, de un presidente pródigo en equivocaciones de esta naturaleza, para entender el escabroso rumbo que encauzan una política de convivencia y connivencia para el sospechoso beneficio de ambas entidades. Apersonarse a la misa en la Basílica de Guadalupe para comulgar y besar el anillo papal, confirmó que las heroicas luchas por la laicidad, fueron desdibujadas por quienes deberían mantener una conducta de dignidad histórica y de acatamiento republicano. Este, y no otro, ha sido el resultado principal de los acontecimientos vividos por la visita del Papa Francisco a nuestro país. Sus palabras se las ha llevado el viento a la oscura memoria del olvido.
Por lo demás, terminada la expedición papal, los mexicanos hemos vuelto a los tristes caminos de una realidad en cuyo horizonte, las sombras de la perversión ideológica de sus líderes políticos y la destrucción de un sistema presuntamente democrático se proyectan en todas las pantallas de nuestra cotidianidad.