El miedo, casi terror en algunas zonas de México, desciende y avanza como el agua entre las rocas de una pendiente. En perversa relación, progresa tanto o más que el creciente Estado policiaco. Si el miedo se generaliza y lo inunda todo, va a convertirse en costumbre; y de costumbre puede pasar a ser explosiva y dolorosa tragedia.
Nadie parece advertirlo desde las cimas (o las simas) del poder: el público, el privado, el fáctico o el mediático, tan vulnerables (y proclives) a la sordera y a la ceguera como al silencio desvergonzado.
El miedo más peligroso es el que se construye, el que se elabora intencionalmente desde cualquiera de las esferas del poder, dice el filósofo y activista Noam Chomsky; aquél que depende de qué tan grande sea el control “sobre una población desconfiada y recíprocamente atemorizada”. El miedo que se infunde con la manipulación de palabras, hechos, noticias o información, para inducir comportamientos que distraigan los más urgentes problemas sociales: inseguridad, pobreza, desempleo, crimen o contaminación.
Por eso es tan importante escribir sobre estas cosas, como lo recomendaba el escritor estadounidense William Faulkner y como se empeña en hacerlo El Ciudadano. Escribir contra el miedo y sus jinetes apocalípticos es un deber que implica: el privilegio de ayudar al ser humano a aguantar, inyectarle ánimo, hacerle recordar el valor, el honor, la dignidad, la esperanza, el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio… e inducirlo a luchar.
Porque, además, en ese miedo generalizado se incuban dos de gran magnitud y alta peligrosidad, que suelen ser armas predilectas de los gobernantes autoritarios con tendencias fascistas, para someter al ciudadano: el miedo a la libertad y el miedo a la democracia.
Hay que batallar contra el miedo. Con perseverancia, con sacrificio, pero con la fortaleza que dan la convicción, el ánimo, la esperanza y la dignidad. n