Para que México viva un cambio político de verdadera trascendencia, primero se debe empujar una transformación cultural
La reciente creación de la Secretaría de la Cultura ha motivado una discusión sobre el papel del Estado mexicano en dicho sector.
Nuestro país, como el brillante intelectual Gabriel Zaid ha explicado, se adelantó a una tradición que los franceses denominaron como la “excepción cultural”, y que el ensayista define como “la doctrina de que el fomento a la cultura nacional es de interés nacional, por lo cual la cultura merece trato aparte”.
Por eso llama la atención que una de las primeras acciones del gobierno, aparejada a la creación de la Secretaría de Cultura, haya sido el incremento a las tarifas de museos administrados por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y centros culturales como la Cineteca Nacional. Casi todos aumentaron sus costos de acceso entre 100 y 220 por ciento.
Parte del desconcierto que provocó esta medida tiene que ver con la ausencia que los propios burócratas de la cultura han mantenido en la discusión de esta y otras decisiones.
De hecho, ese ha sido uno de los rasgos distintivos del gobierno de Enrique Peña Nieto con respecto al sector cultural: después de lanzar una iniciativa para crear una secretaría propia del ramo, las autoridades se tardaron más de tres meses en fijar un posicionamiento público sobre los objetivos y alcances de la propuesta.
Y lo mismo sucedió con el incremento a los costos en los centros culturales: el gobierno nunca se tomó la molestia de divulgar el razonamiento y los argumentos que sustentaban esa decisión. ¿Se trataba de aumentar los ingresos del gobierno o cuál era su objetivo?
Lo cierto es que la gestión de Rafael Tovar y de Teresa al frente de la Secretaría de Cultura, y anteriormente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), ha estado exclusivamente dirigida a la comunidad de creadores que ya existía y ha atendido a los grupos de interés de este sector.
No es una casualidad que el proyecto cultural que más incrementos presupuestales ha tenido en años recientes sea el de orquestas infantiles que patrocina Televisión Azteca, que recibe arriba de 10 veces más recursos que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (la segunda más importante del mundo), y un presupuesto más de 100 veces mayor que la Orquesta Sinfónica de Minería.
La visión que se ha impuesto en el Estado mexicano en materia cultural es un reflejo del modelo político que gobierna México, combinando sumisión ante los poderes fácticos y una apuesta centralista y clientelar que beneficia a grupos determinados y le brinda estabilidad a la burocracia cultural.
Como lo documenta el novelista Antonio Ortuño, el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) ha cooptado a “una parte sustancial de la clase artística nacional”, impidiendo el debate verdaderamente relevante para una transformación cultural en la sociedad nacional: la creación y formación de públicos.
Lo que los mexicanos debemos recordar frente a este extravío del gobierno con respecto a la cultura, es precisamente que esa tradición del Estado mexicano, la “excepción cultural”, no surgió desde la burocracia sino de la misma sociedad civil. De hecho, la cultura libre ha sido el origen mismo de la cultura no solo en México, sino en todo el mundo.
En extraordinarios ensayos al respecto, Gabriel Zaid lo explica recordando ejemplos concretos de los grandes promotores culturales de la historia: “Gutenberg era empresario, Leonardo contratista, Erasmo freelance” y en el caso de México, reconoce la contribución derivada de la tenacidad con la que Ignacio Manuel Altamirano luchó por la denominada “república de las letras nacionales”.
En ese sentido, y habiendo establecido que el modelo bajo el cual se pretende administrar la cultura desde el gobierno federal no es distinto al modelo político que gobierna México (servil, centralista y clientelar), debemos entender que el cambio que nuestro país reclama no sucederá en la esfera dominada por las burocracias que hoy están al servicio de los poderes fácticos.
Para que México viva un cambio político de verdadera trascendencia, primero se debe empujar una transformación cultural. Y así como la condición indispensable para ese cambio político es la construcción de ciudadanía, la sacudida que el sector cultural reclama pasa por la creación y formación de públicos, que puedan impulsar un modelo de auto-sustentabilidad que pueda liberar a la esfera de la cultura del dominio que hoy padece de las esferas política y económica.
Por eso, quienes somos parte de una alternativa de transformación que aspira a romper con los esquemas tradicionales, debemos de entender que la lucha no es por cargos ni por una rebanada del pastel que representa la burocracia nacional.
La verdadera lucha de nuestro Movimiento debe de librarse en la sociedad civil, articulando y sistematizando, de forma horizontal, la creatividad y el impulso de grupos ciudadanos con causas específicas para, en medio de la diversidad y en armonía con una visión sustentada en los derechos humanos, sacudirnos de una clase política mediocre que entiende al gobierno como una burocracia al servicio del poder, y no como la representación del máximo poder que hay en una democracia, que es la voluntad popular.
Por eso, el nuestro es el Movimiento que debe convocar a las ciudadanas y a los ciudadanos libres de México a cambiar la historia. Y esa lucha no la vamos a ganar desde la esfera política ni desde la esfera económica: la ganaremos si, y solo si nos proponemos primero y después logramos una verdadera transformación cultural que empodere a la gente.
Si la oposición democrática mexicana hubiera asumido su compromiso con esa transformación cultural, en vez de importar el cuento de la transición, no hubiéramos perdido un cuarto de siglo en el que se ganaron cientos de espacios políticos, pero no se tocó al régimen ni a sus cimientos culturales.