La damnatio memoriae, locución latina que puede ser traducida literalmente como “el daño a la memoria”, constituyó la condena a los actos de los malos gobernantes en la antigua Roma. Era una práctica en la que el Senado intervenía para proclamar, después de la muerte de algún personaje o emperador, que el nombre del mismo debía caer en el olvido, borrando toda huella o vestigio de su persona.
En aquel tiempo era común que, además del secuestro de sus bienes, se borrara todo lo que pudiera recordarlo. Sus nombres y sus efigies eran suprimidos de estatuas, monedas, documentos, vías, palacios y todo cuanto hiciese alusión a ellos. Célebres emperadores – Nerón, Calígula, Domiciano y muchos más – fueron objeto de esta sanción, y tal vez se les recuerde aún más por ello, pues es difícil anular de la historia a quienes condujeron a uno de los imperios más poderosos de la antigüedad, no obstante los crímenes cometidos durante sus mandatos. Además, la sanción tenía como propósito dejar constancia de los hechos abominados para impresionar y dejar constancia y ejemplo al pueblo.
Los sedimentos de aquella práctica no han desaparecido. De hecho, a través de toda la historia de la humanidad, se han condenado de diversas maneras a los dictadores, déspotas, criminales y tiranos que ha habido en el mundo. Así, desde los Atilas, Tamerlanes y demás depredadores de los derechos de los humanos, hasta arribar a genocidas como Hitler, Stalin, Pol Pot, Idi Amin, Augusto Pinochet y todos los que la memoria histórica del lector guste agregar, han sido repudiados de diversos modos por sus actos perversos, que lastimaron la conciencia humana.
México no ha sido ajeno en su devenir político y social a este hecho. Desde los genocidios perpetrados por los conquistadores españoles en su afán de codicia y de imponer sus creencias religiosas y diferente sistema económico, hasta la etapa de gobiernos independentistas, en la que se registran los nombres de Agustín de Iturbide, Antonio López de Santa Anna, Maximiliano de Habsburgo, por sólo citar los más relevantes; y posteriormente el dictador Porfirio Díaz, cuyos restos mortales reposan aún en Francia. Ya en el siglo XX, es inevitable mencionar al general Victoriano Huerta, autor de los crímenes nefandos de Francisco I. Madero y del vicepresidente José María Pino Suárez.
En el periodo moderno no escaparon a la damnatio memoriae presidentes de México como Miguel Alemán Valdés, cuya efigie colocada en la Ciudad Universitaria de la capital fue dinamitada en dos ocasiones; José López Portillo, cuya magnífica estatua ecuestre ubicada en Escobedo, Nuevo León, fue removida y ocultada en alguna oscura bodega; y Vicente Fox, cuya estatua erigida en Boca del Río, Veracruz fue dañada por cientos de personas. Todo esto nos lleva a proponer que se integre una comisión, elegida democráticamente por ciudadanos, para que haga una revisión a fondo y dictamine la eliminación de nombres de personajes que indebidamente ostentan calles, parques, viaductos, edificios, estatuas y obras de diversa índole en todo el territorio nacional, y de esta manera depurar nuestra vida cívica al poner a cada quien en su lugar. No es ético colocar al lado de asesinos y ladrones, a los héroes y líderes auténticos de esta nación. Aprendamos de la historia.
En caso contrario, el olvido nos condenará a nosotros.