Para Edgar, Héctor, María y Tania
Prólogo: Tejedores de ilusión
Flanqueada por sus generales, con tres pequeños dragones a sus pies y seguida por un enorme ejército de libertos, una joven mujer rubia espera a las puertas de una gran ciudad color arcilla enclavada en un monte. Las puertas se abren y una multitud de esclavos sale a darle la bienvenida a su libertadora. En la ficción llamada Game of Thrones, Daenerys Stormborn, última sobreviviente de la dinastía Targaryen, se encuentra a punto de derrocar al régimen de la ciudad de Yunkai. En la realidad, la actriz Emilia Clarke se encuentra ante la “Ksar” (ciudad fortificada) de Ait Ben Hadu, en la provincia de Ouarzazat, en Marruecos.
Primer acto: la llegada
Alrededor de las 10 de la noche, tras 18 horas de viaje desde la Ciudad de México, cinco teatreros llegamos al aeropuerto internacional de Casablanca, la capital económica y ciudad más grande y poblada de Marruecos (cuatro millones de habitantes). Fuimos a representar al Centro Universitario de Teatro de la UNAM en el Festival Internacional de Escuelas Superiores de Arte Dramático 2016 (FIESAD). Llegamos ocho días antes del inicio del festival para conocer un poco del país, como quien dice, aprovechando el viaje. Lo primero fue hacer una hora más de viaje para llegar a Rabat, la capital política de Marruecos y sede del FIESAD, donde dejamos la utilería de la obra que incluye tres cabezas decapitadas de látex que llamaron la atención de los filtros de seguridad de cada uno de los cuatro aeropuertos que pisamos en la travesía.
La Embajada de México en Marruecos envió por nosotros un chofer al aeropuerto. Camino al estacionamiento, un grupo de jóvenes comenzó a seguirnos. Cuando el chofer abrió la parte trasera de la camioneta para que subiéramos el equipaje, los jóvenes de inmediato se “ofrecieron” a ayudarnos… comenzaron a ayudarnos… nos ayudaron sin decir “agua va”, casi arrebatándonos las maletas de las manos para subirlas. El chofer, que evidentemente entendía la situación, se hizo de palabras con ellos; nosotros, que no entendíamos nada, sólo escuchábamos salir de sus bocas sonidos que, para nuestros oídos, no significaban nada.
En el Reino de Marruecos se hablan, oficialmente, tres lenguas: árabe clásico, la lengua extendida por todo el mundo islámico; berber, lengua preislámica originaria del norte de África; y francés, producto del protectorado que el país europeo ejerció en Marruecos entre 1912 y 1956. Lo que nosotros atestiguábamos era una airada discusión en árabe marroquí, la lengua que realmente se habla de manera cotidiana y que es una mezcla, principalmente, de árabe clásico y berber, más algunos condimentos de francés e, incluso, español (España estableció también un protectorado en el norte del país y aún conserva los enclaves de Ceuta y Melilla en la costa mediterránea).
Una vez terminada la faena de las maletas y zanjada la discusión (airada, sí, pero sin perder un tono amistoso y hasta juguetón que, después comprendimos, es común entre los marroquíes), uno de los jóvenes se me acercó para pedirme una moneda por su “ayuda”. Se estableció así el tenor de todo el viaje: los marroquís siempre están dispuestos a “ayudar”, lo necesites o no, quieras o no, y esperan siempre recibir algo por su “ayuda”.
Marruecos, una economía en crecimiento (4.9% en 2015; México creció 2.5%), se ubica en el lugar 127 de 196 países en el ranking del PIB per cápita (México ocupa el lugar 72), y en el sitio 126 de 187 en cuanto al Índice de Desarrollo Humano que elabora la ONU para medir el progreso de un país (México es el 74). El 10% del PIB marroquí es generado por el turismo (en México el porcentaje es de 8.9%). Nuestros países son similares: ambos están ubicados en la parte baja de las tablas macroeconómicas; ambas poblaciones viven en la necesidad constante de allegarse recursos extras como sea posible para vivir mejor, y para los marroquís, el flujo constante de euros que trae el turismo (los separan de Europa 14 escasos kilómetros por el Estrecho de Gibraltar) es fundamental.
Segundo acto: el corazón de Marruecos
Unas cuatro horas en tren hacia el este de Rabat se encuentra Fez, considerada la capital religiosa y cultural de Marruecos, nuestra primera parada. Considerada “ciudad imperial”, establecida como capital del emirato en los albores del siglo IX por los idrísidas, primera dinastía gobernante en Marruecos, Fez es sede de la que algunos consideran la primera universidad de la historia: la madrasa (escuela musulmana de estudios superiores) Qarawiyyin, fundada en 859. La importancia política de esta antigua ciudad se refleja en la pareja real: Lalla Salma, esposa del soberano marroquí Mohamed VI, es oriunda de Fez.
Todas las ciudades marroquís están estructuradas de la misma manera: en el centro, la medina o parte vieja, zonas amuralladas que encierran laberintos de calles estrechas que suben y bajan y en los que es imposible no perderse. Fuera de la muralla, las partes nuevas de las ciudades, en su mayoría desarrolladas por los franceses en los tiempos del protectorado. Aquí pueden encontrarse bulevares amplios, cafés dispuestos a la parisina (pero sin parisinas, ni marroquís, sino ocupados casi exclusivamente por hombres) y restaurantes emblemáticos de la globalización como Mc’Donalds.
Tan pronto entramos a la medina de Fez El-Bali por la enorme Puerta Azul, nuestras narices ojos y oídos se vieron estimulados por los olores, colores y sonidos que hacen de esta y todas las medinas marroquís una fiesta sensorial. Infinidad de tiendas apiñadas vendiendo de todo, desde refinadas artesanías hasta fayuca, restaurantes, aparadores rebosantes de abejas revoloteando alrededor de dulces hechos a base de miel, peluquerías, panaderías, etcétera, etcétera, etcétera.
Tuvimos aquí nuestro primer encuentro con los avezados comerciantes marroquís, que al vernos las caras de turistas obnubilados por la romería y extraviados en la red de callejuelas, pararon oreja para escuchar en qué idioma hablábamos. Al percatarse de que era español, inmediatamente nos abordaron vitoreando al Barcelona y al Real Madrid, y llamando a las mujeres de nuestra compañía María José o Mari Pili.
Todas las medinas de Marruecos tienen una zona habitacional, que en ciudades como Fez o Marrakech se ha reducido al mínimo debido a la cantidad de casas que han sido transformadas en “Riads”, posadas tradicionales para turistas, y un espacio comercial: los famosos “zocos” o mercados. De manera similar a lo que sucede en México, los zocos están divididos por oficios: una zona de orfebres, otra de ebanistas, otra donde se venden víveres, incluyendo gallinas, pollos y patos vivos que se pesan a la vista del cliente antes de ser muertos y vendidos, otra de curtidores, fácilmente distinguible por su olor característico y penetrante.
Las murallas de las medinas encierran también la más alta concentración de mezquitas en las ciudades. Las guías de turistas mencionan un gran número de ellas, famosas por su arquitectura, antigüedad, tamaño, o por ser lugares de peregrinación. Nosotros, turistas occidentales listos para entrar con nuestra cámara fotográfica a donde fuera, nos llevamos un chasco al ir de mezquita en mezquita para encontrarnos una y otra vez con el mismo letrero pegado en cada puerta: “Prohibida la entrada a no musulmanes”.
Con la curiosidad a flor de piel, uno se asoma por cualquier resquicio. El vistazo revela enormes patios, siempre con una fuente de agua en el centro; amplísimos espacios interiores con pisos cubiertos de tapetes que, sin duda, invitan al solaz y el recogimiento; que, sin duda, inspiran paz.
Resulta increíble que detrás del hacinamiento, la estrechez, el bullicio y los gatos que abundan por todos lados, cuando uno logra franquear la puerta de algún edificio, ya sea para entrar a un “Riad” o a un restaurante, existan espacios frescos, amplios, finamente decorados, tranquilos y silenciosos, ideales para disfrutar con lentitud un típico té de menta. Afuera, uno debe estar siempre alerta para no ser arrollado por un motociclista, para evitar que una mujer velada te tome la mano para hacerte un dibujo de jena, o para no ser entrampado por algún niño que te ve perdido (estado natural del turista en una medina) y te quiere “ayudar” a salir del laberinto, no sin antes pasar, “casualmente” por la calle donde su tío tiene un restaurante, o donde su primo tiene su tienda de artículos de piel.
Nuestra siguiente parada, tras un incomodísimo viaje nocturno de ocho horas en tren hacia el sur, fue la también ciudad imperial de Marrakech, capital turística del reino. Fundada como un puesto estratégico de control comercial y militar por la dinastía almorávide, segunda en gobernar Marruecos, la Ciudad Roja, nombrada así por el característico color de sus construcciones, fue durante la ocupación francesa un foco de atracción para la alta sociedad europea, así como para celebridades de la talla de Edith Piaff, Charles Chaplin, Winston Churchill, entre otros, quienes disfrutaron de lujos y fiestas legendarias. Décadas después, durante los años 60 y 70, estrellas como los Rolling Stones siguieron el rastro de hachís, fiesta y belleza física marroquí de alquiler que los años del protectorado dejaron.
Actualmente, la ley en Marruecos prohíbe la venta de bebidas alcohólicas en las cercanías de una mezquita. Aunque el país produce cerveza y vino, estos no se venden en los supermercados, sino, principalmente, en los hoteles y bares de lujo, pensados expresamente para el turismo europeo.
Una de las noches que pasamos en Marrakesh, nos animamos fuera de la medina para conocer la vida nocturna. Nos acomodamos en la barra de un bar donde un grupo en vivo tocaba canciones latinas (entiéndase, covers de Marc Anthony) para pedir una cerveza. Un vistazo detenido a la concurrencia develaba que la mayoría eran hombres adultos de rasgos europeos, platicando con mujeres jóvenes de apariencia árabe o piel negra, guapas y vestidas como no se ve a ninguna mujer marroquí caminando por la calle: con ropa ajustada, escotada, corta. Existen datos que afirman que al consumarse la independencia en 1956, había unas 27 mil prostitutas registradas en Marrakech. El negocio, al parecer, sigue boyante.
El corazón de Marrakech late en la plaza Djemaa el Fna, catalogada por la UNESCO como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. Esta enorme plancha es escenario de los más curiosos espectáculos: encantadores de serpientes, domadores de monos, vendedores de dentaduras postizas. Por la noche, media plaza es ocupada por narradores orales que, en árabe o berber, fascinan a su audiencia con historias tradicionales a cambio de monedas; la otra mitad es tomada por las parrillas, restaurantes callejeros que sirven brochetas de carne de res o pollo, calamares y camarones fritos, entre otras delicias culinarias acompañadas, como es costumbre en cada comida, del característico pan árabe.
A la espalda de la plaza, se extiende el zoco más grande del país, donde todos los turistas, incluidos los cinco alegres teatreros mexicanos, hacen su compra de artesanías y recuerditos. Tras nuestro paso por Fez, nos encontrábamos más habituados a las costumbres comerciales de los zocos marroquís. Habíamos aprendido, con perjuicio de nuestro bolsillo, que el regateo es el deporte nacional del reino. Comerciantes por genética (Marrakesh era el punto estratégico en el viaje de las caravanas comerciales del desierto), los marroquís suelen dar un precio inicial muchísimo más elevado de lo que en realidad cuestan las cosas. Si uno no está avisado, pagará tres veces o más; si uno pide una primera rebaja, pagará más o menos el doble; si uno se pone rejego, el vendedor le preguntará cuánto quiere pagar. El juego apenas comienza. Una integrante de nuestra compañía pregunta por una mascada. “150 dirhams”, dice el vendedor. Ella agradece e intenta seguir su camino. El vendedor le pregunta cuánto quiere pagar, ella insiste en que no está interesada. El vendedor empieza a bajar el precio cada vez más: 120, 100, 80, 70 dirhams. Ella, al darse cuenta de que el vendedor no acepta la negativa amable, se da la vuelta y se va. Él la sigue varios metros por el zoko: 60, 50, 40… “está bien, dame 30 dirhams”.
Tercer acto: camino al desierto
Nuestro grupo se dividió en Marrakech. Mientras unos se quedaron en la Ciudad Roja, otros nos dirigimos más al sur, en una excursión para pasar una noche en el desierto. Contratamos para el viaje una camioneta con chofer y un guía que, según la agencia de tours, hablaba español. Cuando el guía pasó por nosotros a las siete de la mañana, lo primero que hice fue preguntarle cuál era el itinerario; no comprendí absolutamente nada de su respuesta. Después él, entusiasta, intentó decir algunas cosas “en español”; incomprensible. Paramos a desayunar. Un tanto intranquilo, pregunté, una vez más, por el itinerario (tras la experiencia de los zocos, no es tan fácil confiar en estos taimados, aunque nobles y bonachones, comerciantes). Fue inútil. Le dije que el viaje no podía continuar así; él no me entendió, pero me preguntó si hablaba inglés. “Sí”, le contesté, “¿y tú?”. “No, pero el chofer sí”. Fuimos entonces con el chofer, quien en perfecto inglés me dijo que nuestro guía estaba extrañado porque a él le dijeron que sus clientes de ese día hablaban español y, según él, yo no hablaba español.
Finalmente, dos turistas, un chofer que hablaba inglés y hacía de guía, y un guía que no hacía nada más que acompañarnos y decir cosas incomprensibles “en español”, continuamos nuestro viaje. En el camino, la transformación que está experimentando Marruecos fue palpable. Un kilómetro sí y otro también, nos topamos con obras constantes de ampliación y remozamiento de las carreteras. “Todo esto es obra del rey”, dijo en inglés el chofer. Le pregunté que si lo consideraban un buen gobernante. “Muy bueno. Hace cosas por su gente. Dijo que iba a traer progreso a Marrueco y lo está haciendo”. El guía asentía y mostraba su pulgar hacia arriba en señal de aprobación. Primero alimentado por las preguntas de nuestra curiosidad turística, y después por iniciativa de nuestro anfitrión angloparlante, el elogio de su majestad continuó por un buen rato.
El culto a la personalidad del rey es parte fundamental de la cultura de Marruecos. Su fotografía preside los mostradores de cafés, restaurantes, hoteles y hasta los escenarios de los teatros. Él fue el responsable de promulgar en 2011 la nueva constitución nacional que, a raíz de la primavera árabe, incluyó avances en el sistema político, como el fortalecimiento de un sistema parlamentario, y derechos civiles como reconocer la igualdad entre los sexos y la libertad de pensamiento y opinión.
En esto andábamos cuando llegó el momento de detenernos en la ciudad de Ouarzazat, “la puerta del desierto”. La fama de esta ciudad, también roja, tiene que ver con la industria del cine. Ahí se encuentran los famosos estudios Atlas, donde fueron filmadas películas como Kundun, The Jewel of the Nile y Kingdom of heaven. De hecho, toda esa zona de Marruecos es una de las locaciones favoritas de Hollywood cuando la película se desarrolla en Egipto, Jerusalén, o en cualquier paisaje desértico o “bíblico”. No lejos de Ouarzazat se encuentra la espectacular “Ksar” de Ait Ben Hadu, sitio patrimonial de la UNESCO que ha servido como escenario para películas como Gladiator, The Mummy, The last Temptation of Christ, Jesus of Nazareth, y un larguísimo etcétera.
Tras pasar la noche bajo el hermoso y estrelladísimo cielo del desierto, donde, por supuesto, hicimos el clásico paseo en camello, volvimos a la Ciudad Roja para reunirnos con la parte de nuestro grupo que se quedó allá, no sin antes ser llevados por nuestro guía a un restaurante de “auténtica comida marroquí”, una tienda de artesanías y un lugar donde venden el casi milagroso (y carísimo) aceite de argan.
Al día siguiente dejamos Marrakech para ir de regreso a Rabat, donde el FIESAD nos esperaba. En esa ciudad costera, en cuya medina predomina el color blanco a diferencia del color rojo de Marrakech o el amarillo camello de Fez, hicimos y vimos teatro al lado de compañías de Alemania, Costa de Marfil España, Holanda, Noruega, Polonia y, por supuesto, Marruecos.
Epílogo: nada es lo que parece
En otra ficción, Rick, vestido con un esmoquin blanco y con un trago en la mano, le exige a Sam que toque de nuevo aquella canción. En la realidad, el actor Humprey Bogart, así como toda la producción de Casablanca, tal vez la película más icónica que se asocie con Marruecos, jamás abandonaron California para filmar la película. En la ciudad homónima, de la que emprendimos el viaje de regreso a la Ciudad de México 18 días después, fue abierto el “Café de Rick”, donde noche a noche suenan una y otra vez las notas de “As time goes by” para satisfacer a los turistas que insisten en conocer el bar de la película. Al cliente, lo que pida.