5 de enero de 2017:
Comenzamos el 2017 con cuatro datos ominosos:
Primero. Las promesas acuñadas por el proceso de transición a la democracia no se cumplieron. La idea que motivó los cambios de finales del siglo XX está agotada. Se redistribuyó el poder entre partidos, pero no cambió la forma de ejercer ese poder; siguió siendo autoritario, incapaz de resolver los problemas fundamentales de la sociedad, y además mantuvo y acrecentó la desigualdad y la corrupción. No hay señales de que esas condicione se modifiquen en el corto plazo.
Segundo. El modelo económico neoliberal por el que México apostó desde los años 80, no generó mayor crecimiento, no produjo más igualdad ni mejores condiciones para el futuro del país. Ese modelo creyente de la globalización y de los intercambios comerciales y financieros con el mundo, está agotado.
Tercero. Las relaciones de México con el resto del mundo estarán cruzadas inexorablemente por la animadversión, por la hostilidad abiertamente declarada por el presidente de EU. La apuesta que México formuló a favor de la integración con los vecinos del norte, ya no tiene futuro. Hay que evitar que, así como Santa Anna negoció y entregó nuestro territorio, el presidente Peña vaya a negociar y a entregar nuestra dignidad.
Cuarto. El descrédito de nuestras instituciones públicas se entrelaza con las anomalías de las formas de participación de la sociedad en la vida pública, que hoy están capturadas por intermediarios políticos sin capacidad de respuesta y sin compromisos con la consolidación democrática de México.
Estos son los cuatro escenarios con los que amanecimos en 2017. Además, empezamos el año sin un proyecto de acción compartida y sin valores de referencia nacional que nos permitan imaginar el futuro que alguna vez soñamos. Un año marcado por las decisiones tomadas por el gobierno federal en relación con la energía; los excesos de varios gobiernos locales; la amenaza inflacionaria y el incremento de los precios al consumidor. Todo eso, en medio de la contienda ya fatalmente iniciada entre partidos y líderes políticos que quieren ganar la presidencia en el 2018.
Tenemos que decirnos la verdad. El ciclo de reformas que nació al final de los 80’s y que le dio sentido y contenido a nuestra transición política, ya terminó, está seco. El proyecto democrático que le dio sentido a los últimos años del siglo XX, ya no funciona más.
Dejamos atrás el sistema de partido hegemónico, presidencialista y vertical, pero no se logró un arreglo electoral suficiente para modificar la forma autoritaria de ejercer el poder político. Aprendimos a distribuir el poder de una manera diferente pero no a garantizar el ejercicio democrático de ese poder.
Estamos ante un fin de ciclo cuyo destino dependerá de nuestra propia capacidad para imaginar rutas distintas para la acción, sin traicionar el hálito democrático que todavía conserva, a pesar de todo, nuestro pueblo.
Los problemas que México está enfrentando son realmente graves y la gente que nos gobierna no ha sabido lidiar con ellos. Los desafíos de hoy son más graves que una coyuntura y sería un error creer que el solo cambio de mando en la Presidencia o en los gobiernos estatales alcanza para afrontarlos.
El fin de ciclo va mucho más allá y reclama la recomposición del Estado en su conjunto, de la concepción de la democracia que hoy tenemos y una muy activa y decidida participación social para recuperar la dignidad y el sentido de lo público.
Es imperativo comprender que el hartazgo de la sociedad con el sistema de partidos no solo expresa el desencanto con los resultados, sino una necesidad real de encontrar alternativas para hacerle frente a la incertidumbre del futuro.
No se trata de una crisis más, sino de la pérdida de confianza en los liderazgos nacionales. No es sensato esperar que las soluciones vengan de la Presidencia, de esta o de la que sigue, cuando la Presidencia misma se ha convertido en parte principal de los problemas citados. Tampoco debemos resignarnos al juego sexenal según el cual la llegada del líder adecuado nos salvará de todos nuestros descalabros.
Los desafíos del fin de ciclo no serán resueltos volviendo obstinadamente a los errores que nos han traído hasta aquí. Es imperativo entender que no sería suficiente cambiar de mandos si no somos capaces de cambiar la mecánica del ejercicio del poder político. Los mandos los deben tener los ciudadanos, el pueblo, nosotros.
Para modificar el estado de cosas actuales, es necesario promover una verdadera revolución de las conciencias.
Durante buena parte de nuestra historia las leyes en México fueron proyectos, promesas, narrativas, ofertas para cambiar la realidad o para justificar decisiones ya tomadas por los poderosos, en la medida en que hubieran personas adecuadas para encabezar el cumplimiento de esas leyes.
Se trata de una tradición acuñada una y otra vez durante los primeros años de nuestra República y luego repetida con el paso de las décadas, que hacía combatir a los adversarios que buscaban el poder político a golpe de revueltas, de constituciones y de reformas legales.
Durante el siglo XX y aun con la transición y el nuevo régimen político, las leyes se convirtieron en un marco de referencia, en el espacio simbólico de las negociaciones políticas, sociales, económicas; leyes escritas como punto de partida para distribuir roles, para construir escenarios de poder, asignar papeles en ese escenario y fijar las bases de lo negociable.
Las leyes se han convertido hoy en guiones, en espacios de poder; son al mismo tiempo resultado de las negociaciones entre fuerzas políticas y poderes fácticos y medios para que los intermediarios políticos hagan sus apuestas.
Al distribuirse el poder entre distintas opciones se multiplicó y empoderó a los intermediarios políticos, mucho más que a los ciudadanos comunes. El régimen de partidos construyó un régimen de políticos más o menos profesionales, más o menos improvisados, de legisladores, gobernadores, alcaldes, regidores, síndicos, etcétera, que a su vez se multiplicaron en burocracias partidarias y administrativas que controlan y gestionan asuntos públicos, pero que en ausencia de una vigilancia social y democrática potentes, gestiona esos asuntos públicos en su propio beneficio, el de su grupo o el de su partido.
Esos intermediarios se apropian de lo público, En una palabra más cercana al lenguaje popular, son los coyotes de la democracia. Han tomado las leyes y las instituciones como patrimonio personal y no han sabido devolverle un ápice de dignidad a sus dueños originales y legítimos: los ciudadanos.
Tenemos que promover una revolución de las conciencias para subvertir ese orden de cosas, para recuperar el sentido del Estado y de la democracia, que no son propiedad de los intermediarios, sino de nosotros. Para impedir que la fuerza de la inercia en la que estamos, nos confunda nuevamente creyendo que la democracia es solamente un problema de turnos.
El Estado es la organización política suprema de la sociedad. La democracia está asentada en el poder del pueblo, sin intermediarios corrompidos. Y las leyes están hechas para garantizar que las instituciones, sus titulares y quienes las conforman, se pongan al servicio de la sociedad.
Esa es la revolución que le hace falta a México.