Los hechos podrían resumirse apretadamente así: Álvaro Obregón, presidente de México entre el 1 de diciembre de 1920 y el 30 de noviembre de 1924, entregó el poder constitucionalmente a otro general, Plutarco Elías Calles, quien gobernó México del 1 de diciembre de 1924 al 30 de noviembre de 1928.
Obregón buscó y ganó la reelección presidencial para el lapso 1928-1932, pese a la obstinada e inútil oposición del presidente Calles. El problema se resolvió como era costumbre en aquella época: Álvaro Obregón fue asesinado el 17 de julio de 1928 en un restaurante de San Ángel, en la Ciudad de México, donde festejaba su triunfo en los comicios federales celebrados apenas 16 días antes.
Controlado por el presidente Calles, el Congreso designó “presidente interino” (en lugar de Obregón) al tamaulipeco Emilio Cándido Portes Gil, quien recibió la estafeta de manos del mandatario saliente, Plutarco Elías Calles.
A Portes Gil le sobraba el segundo nombre, pues no tenía nada de ingenuo. Entre otros cargos públicos importantes, había sido dos veces gobernador de Tamaulipas y secretario de Gobernación. Pero sabía que en México mandaba su antecesor, Plutarco Elías Calles, quien ese mismo día, 1 de diciembre de 1928, dejaba la Presidencia de la República para convertirse en “Jefe Máximo de la Revolución Mexicana”. Iniciaba así el histórico periodo conocido como “el maximato”.
Los presidentes entrante y saliente se pusieron de acuerdo para lo que venía.
El 1 de diciembre de 1928 el general y ex presidente Plutarco Elías Calles emitió y firmó el Manifiesto del Comité Organizador (que él encabezaba) del Partido Nacional Revolucionario, que convocaba “a todos los partidos, agrupaciones y organizaciones políticas de la República, de credo y tendencia revolucionaria, para unirse y formar el Partido Nacional Revolucionario” (PNR).
En 36 días, el 6 de marzo de 1929, las fuerzas vivas revolucionarias respondieron al llamado de Calles y fundaron el PNR “para poner fin al caudillismo”. Pero resultó peor: el poder de Calles alcanzó para colocar en la Presidencia de la República a Pascual Ortiz Rubio, Abelardo L. Rodríguez y al propio general Lázaro Cárdenas.
Pero Cárdenas no admitió más injerencias del maximato en el gobierno de la República: el 9 de abril de 1936 ordenó la aprehensión y expulsión del país de Calles y tres de sus correligionarios: Luis N. Morones, Luis L. León y Melchor Ortega. La detención de Calles se produjo a las diez de la noche, en su casa, cuando leía un ejemplar de Mi Lucha (Mein Kampf), de Adolfo Hitler, cuya primera edición había aparecido en Alemania el 18 de julio de 1925. Los cuatro detenidos fueron llevados al día siguiente al aeropuerto de Balbuena, y subidos a un avión que los llevó al destierro, en Estados Unidos.
El 30 de marzo de 1938, el presidente Lázaro Cárdenas le cambió el nombre al PNR, que pasó a llamarse Partido de la Revolución Mexicana (PRM). Esta medida parecía dirigida a desmontar el aparato político que dirigía Calles, representado y presente en el partido, pero también intentó Cárdenas poner al partido en concordancia con las transformaciones políticas, económicas y sociales del momento.
No fue suficiente el cambio de nombre, de modo que ocho años después hubo otro intento. El 19 de enero de 1946, una convención reunida en el Teatro Metropolitan de la Ciudad de México dio por concluida la “misión histórica” del PRM y dio a luz al Partido Revolucionario Institucional (PRI), con una importante novedad: por primera vez el partido en el poder eligió a un civil como candidato a la Presidencia de la República para el periodo 1946-1952: Miguel Alemán Valdés, tal y como lo había prometido el presidente saliente, el general Manuel Ávila Camacho.
Con orígenes sangrientos, con tres cambios de siglas, con las arcas abiertas, la “dictadura perfecta” cumple ya 88 años de edad. Aferrada, además, al valioso botín que le dejó el presidente Calles en el artículo 136 de los estatutos del naciente PNR (marzo de 1929): “El distintivo del Partido Nacional Revolucionario serán tres barras verticales: verde, blanca y roja…”
Hace más de dos mil años el escritor, orador y político romano Cicerón (106 AC-43 AC) razonó cruelmente: “Humano es errar; pero sólo los estúpidos perseveran en el error”.
La sociedad mexicana corrige. Lo hace cotidianamente y cada vez con mayor poder y fuerza.
Un día, cuando el ciudadano despierte, el dinosaurio ya no estará ahí.