Tarea urgente para el gobierno que surja en 2018
A un año de celebrarse la jornada electoral en que se renovarán la Presidencia de la República y el Poder Legislativo Federal, todas las organizaciones partidistas comienzan a definir los temas que incluirán en sus plataformas políticas, en espera de que el potencial electorado valore su oferta, la analice y vote por ellos mayoritariamente.
El federalismo es sin duda un concepto de la mayor trascendencia para la vida social, política y económica de nuestro país, equiparable a temas como -por ejemplo- la democracia o la justicia. No se trata de un asunto menor, ya que muchos de nuestros problemas y retos como sociedad provienen justamente de la ausencia de una relación auténticamente federalista entre municipios, gobiernos estatales y el gobierno federal.
El ciudadano ya está francamente harto de escuchar, durante las campañas, los mismos estribillos. Ya sabemos que hay problemas de inseguridad, corrupción, económicos, educativos, de tipo social, pero la mayoría de los partidos y sus candidatos nunca explican “cómo van a hacerle” para generar resultados tangibles.
En el caso del federalismo, por ejemplo, muy pocos son -a excepción de Movimiento Ciudadano- los que genuinamente están interesados en promover la revisión a fondo de la desigual relación político-administrativa-financiera que existe entre los tres ámbitos de gobierno, derivada de una clara intención histórica vigente de control y sujeción de parte del ente federal hacia los estados y gobiernos municipales.
Es en la antigua Grecia donde surgen por primera vez en la historia de la humanidad la relación e interacción entre los diversos órdenes de gobierno. Federalismo es un sustantivo de origen latino (foedus) que significa “pacto” y que en los hechos genera por igual compromisos, responsabilidades, derechos y obligaciones de quienes participan en dicho esquema.La primera vez que se planteó establecer un sistema federalista en nuestra nación fue al finalizar la lucha de Independencia en 1821. Surgida la nueva nación, se establece un Congreso Constituyente con representantes de las provincias existentes con el fin de diseñar una relación armónica y justa entre ellas y las autoridades del nuevo país, que aún –de alguna manera- eran de ánimo virreinal.
Sin embargo, como a Agustín de Iturbide –en su carácter de emperador- no le interesaba gobernar, promover y alentar un sistema federalista, que desde luego se oponía al espíritu imperial, impidió que se instalara el Congreso Constituyente, reservándose para sí el control absoluto de las provincias heredadas del gobierno de la Nueva España. Estalló así la rebelión de Casamata, encabezada paradójicamente por Antonio López de Santa Anna.
Abatido el imperio iturbidista, en junio de 1823, se logra convencer a las 23 provincias existentes de que votaran la cesión de soberanía a cambio de su participación en un congreso federal. De esta manera lograron por primera vez el reconocimiento formal y legal como estados de una república federal, la República Mexicana, lo cual fue plasmado en los artículos 5º y 7º del segundo Congreso Constituyente, el 31 de enero de 1824.
A partir de entonces, surge la eterna lucha entre conservadores y liberales por establecer el centralismo o el federalismo, respectivamente, en el curso del siglo XIX, más por ambiciones de poder y de control político que por tratar de generar genuinas condiciones de desarrollo para los habitantes del país. En 1854, Juan Álvarez y otros liberales como Ignacio Comonfort y Florencio Villarreal firman el Plan de Ayutla con el fin de derrocar al dictador Antonio López de Santa Anna, lo cual ocurre en 1857, año en que se promulga una nueva constitución política, de corte federalista.
Se supone que, en un federalismo real, los estados federados –es decir, adheridos al pacto- gozan de autonomía plena para determinar las políticas locales que más favorecen a su desarrollo, lo cual en los hechos lamentablemente no ocurre. Lejos de ello, el control político, social y económico se exacerbó durante el porfiriato, luego en la etapa postrevolucionaria y después con la creación del partido de Estado (PNR, 1929), y se convirtió en dependientes del gobierno federal a gobernadores y presidentes municipales, situación absurda que hasta la fecha prevalece.
Para no andarnos con rodeos: una verdadera práctica federalista se rige bajo el principio presupuestal de que al menos 50% del circulante de la moneda en vigor permanezca en el ámbito municipal (condado, ayuntamiento o similar), entre 25 y 30% se busca que fortalezca a los estados o provincias, y que sólo un 15 o 20% sea manejado por el gobierno federal. Se concibe entonces que es a partir del fortalecimiento municipal que se puede edificar una nación sólida y vigorosa, y no a la inversa como lamentablemente ocurre en nuestro país.
Una prueba fehaciente de lo que decimos aflora, por ejemplo, cuando uno viaja a cualquier ciudad fronteriza de nuestro país con los Estados Unidos y se percata con tristeza de que mientras en nuestro lado predomina un pleno abandono de las zonas limítrofes en cuanto a su mantenimiento, del otro lado se observa cómo las autoridades cuidan lo mejor posible su aspecto. Lo que ocurre es que allende la frontera, los condados reciben el 50% de los impuestos recaudados y los estados de la Unión pueden, incluso, crear sus propios impuestos.
Entonces, un espíritu justo y solidario entre las tres esferas que conviven y comparten por medio de un pacto, se complementa con la práctica subsidiaria, ejercida por la parte federal, de intervenir en cuanto se presenten urgencias o emergencias para actuar, tales como fenómenos naturales (llámense ciclones, terremotos, huracanes, inundaciones), revueltas populares o declaración de guerra. Se entiende perfectamente que la guía nunca debe ser intervencionista, que busque aprovecharse y obtener ventaja alguna a costillas de los estados y/o municipios, como usualmente ocurre en el caso de nuestro federalismo “a la mexicana”. Copiamos la parte mala o negativa del modelo político de los Estados Unidos y nos olvidamos de sus virtudes esenciales.
Hoy en día, por ejemplo, el gobierno federal mexicano se queda con 85 centavos de cada peso que se genera en todos los municipios del país, reparte 10 centavos de lo recaudado a los gobiernos estatales y le “devuelve” solamente 5 centavos en promedio a los ayuntamientos, lo cual es a todas luces abusivo e injusto. Durante la etapa conocida como “desarrollo estabilizador” (desde la postguerra en 1945 hasta 1970) el impuesto sobre ingresos mercantiles, que era del 4.5%, permanecía en los municipios, con el fin de que la economía municipal se fortaleciera. Fue así como algunas ciudades y capitales de los estados lograron florecer y consolidar paulatinamente una economía más o menos firme, de beneficio regional.
A partir del sexenio de Luis Echeverría (1970-1976) se creó el Impuesto al Valor Agregado (IVA) a una tasa de 10%. Cambiaron entonces las condiciones fiscales existentes, porque en Los Pinos y en la Secretaría de Hacienda se decidió que el total de lo recaudado lo tomaría el gobierno federal, el cual iba a decidir cómo, cuándo y cuánto compartiría de esa gran bolsa económica recaudada, sin que normara criterio alguno de justicia recaudatoria. De lo que se trataba era de someter, mediante la necesidad de recursos, tanto a los municipios como a los estados de la República. Se comenzaba a matar así el incipiente florecimiento de las economías locales: los índices de pobreza se dispararon y los contrastes socioeconómicos se ampliaron a niveles extremos, donde muy pocos tienen muchísimo y muchísimos tienen muy poco.
La LVII Legislatura Federal (1997-2000) logró forzar el otorgamiento de mayores facultades a los municipios del país mediante la modificación del artículo 15 constitucional. Pudo proporcionar también un mayor monto en el porcentaje de participación de los ingresos federales con reformas de los ramos 26 y 33. La mayoría era opositora y esa circunstancia favoreció los cambios. Sin embargo y paradójicamente, gran parte del camino avanzado en aquella ocasión se volvió retroceso durante los sexenios de Vicente Fox y Felipe Calderón (2000 a 2012), quienes irresponsablemente se “recargaron” en los gobiernos estatales: les entregaron más recursos económicos en espera de que los compartieran con los municipios, pero la entrega no estuvo exenta de candidez, pues no etiquetaron los fondos y todos los mandatarios estatales, sin excepción alguna, dispusieron a placer y sin recato de lo que el gobierno federal les enviaba, cuya fuente principal provenía, por cierto, de los excedentes de ingresos petroleros.
Fox y Calderón prefirieron “consentir” económica y financieramente a los gobernadores y prácticamente convertirlos en una clase de auténticos virreyes, transfiriéndoles millones de pesos que en su mayoría fueron utilizados para absurdas campañas de promoción personal, difusión de corte turístico de las entidades, o bien desviados al apoyo de campañas político-electorales. Lamentablemente, nunca se destinó el dinero a obras de infraestructura tan necesarias como construcción de escuelas, hospitales o vialidades en los municipios que les correspondían en las demarcaciones estatales. Se perdió una gran oportunidad para sentar las bases de una relación más respetuosa y justa entre los tres ámbitos de poder.
Por eso muchos decimos que es inaplazable que se revise y replantee en todos los renglones la relación entre los municipios, los gobiernos de los estados y el gobierno federal, para transitar de un estatus inequitativo e injusto a otro en el que se dé plena vigencia tanto a la autonomía municipal, como a la soberanía estatal, sin cortapisas. Desde luego que ese planteamiento atraviesa por el diseño y aplicación de leyes y normas que controlen los naturales apetitos humanos y desbordamientos en el ejercicio del poder en las tres esferas, lo que ocurre con bastante frecuencia. Ya hemos visto que casi la mitad de las entidades del país enfrentan penosos episodios de investigación jurídica y aun penal por motivos de corrupción atribuidos a gobernadores o exgobernadores recientes. Las decisiones trascendentes que en otras naciones se han venido tomando a partir del nuevo siglo les están permitiendo afrontar los diversos retos de un mundo globalizado. Pareciera que en el caso mexicano “no llevamos prisa” por transformarnos; quizá creemos que el resto del mundo nos espera para que nos subamos al tren de la historia, en vagones llenos de prácticas federalistas, democráticas, de derechos humanos, de transparencia y rendición de cuentas, de economía de mercado, de vigencia de Estado de derecho y muchas otras tareas fundamentales para la sana construcción de una nación, a las que por meras razones políticas no se les quiere entrar “como Dios manda” (valga la expresión religiosa).
Finalmente, creo que no podemos seguir dándonos el lujo, como habitantes e integrantes de nuestra sociedad, de permanecer pasivos, dubitativos e indolentes ante temas y cuestiones de fondo, que afectan nuestra calidad de vida como personas, a nuestras familias y a la misma comunidad en la que vivimos. Es el momento de retomar con vigor y coraje cívico la exigencia de vivir en un país donde el respeto sea la base alrededor de la cual gire la dinámica integral de nuestras relaciones, empezando por un gobierno federal que fortalezca y no se dedique a debilitar al individuo, mirándolo como un simple instrumento de explotación.
Al ciudadano de nuestro país –estamos seguros- le encantaría escuchar en campaña, en voz de los aspirantes a la Presidencia de la República, al Senado, a la legislatura federal, a las cámaras locales y desde luego a los postulados para ser alcaldes, que todos ellos ofrezcan sin ambages propuestas e ideas que fortalezcan la economía municipal a partir de una revisión a fondo de la clara disfuncionalidad que hoy presenta nuestro supuesto federalismo, que no es más que una vil explotación financiera y económica de parte del gobierno federal a gobiernos estatales y municipales.
En Movimiento Ciudadano estamos convencidos de que hay que pensar, repensar, revisar, proponer e innovar en materia de gobierno y administración pública. Es el tema del federalismo un capítulo que ofrece genuinamente una transformación de fondo y no cosmética, como cotidianamente ocurre cada seis años en campaña.