La sucesión presidencial en México es el principal tema electoral que atrae la atención de los ciudadanos. Ocurre cada seis años –antes del gobierno de Lázaro Cárdenas se realizaba cada cuatro años, igual que en el sistema electoral norteamericano–, y produce efectos en toda la vida nacional, en virtud de que, como alguien ha dicho: México vive sexenalmente. El arribo de nuevos funcionarios, tanto en el poder Ejecutivo como en el Legislativo, en muchas ocasiones cambia radicalmente los proyectos, visiones y planes del gobierno anterior, en busca de lo que Don Daniel Cossío Villegas, historiador y crítico permanente del sistema, denominó “el estilo personal de gobernar”. Es decir, cada presidente trata de imprimir su huella personal y deja atrás, hasta el olvido, la obra encaminada de su antecesor. Incluso en muchas ocasiones se vuelve crítico acérrimo de algunos hechos ocurridos durante el sexenio que le antecedió. Basta recordar la matanza de estudiantes en Tlatelolco en 1968, que divorció políticamente a Gustavo Díaz Ordaz y a Luis Echeverría Álvarez.
El próximo año, además de Presidente de la República, se elegirán senadores, diputados, mayoría de gobernadores, presidentes municipales, regidores, síndicos y jefes delegacionales de la Ciudad de México, los cuales alcanzan más de 18 mil cargos de representación popular. Esto da idea de la importancia que reviste este periodo electoral -presumiblemente democrático-, que puede traer consecuencias impredecibles debido a la situación crítica que vive nuestro país. El entorno actual es uno de los más agudos, donde una sociedad hastiada e indignada, por decir lo menos, busca la evolución del sistema político que se debate entre la extinción de las formas envejecidas y tradicionales de gobernar y la modernización de sus instituciones públicas, privadas y sociales, para lograr un auténtico cambio democrático.
Lo anterior está sustentado en problemas nacionales que han adquirido una gravedad insólita. La inseguridad pública, la desigualdad social, la corrupción generalizada, la impunidad sistemática, la creciente pobreza, la falta de empleo formal y la violencia sin límites, la alta concentración de capitales, la discriminación velada pero indudable, el deficiente crecimiento económico, el recorte de presupuestos en los programas sociales y un ambiente hostil internacional son, entre otros, conflictos que escoltarán la sucesión presidencial, gubernamental y parlamentaria, y se verán reflejados en las urnas electorales. Por ello, será una elección diferenciada de las imperantes en la etapa del poder hegemónico y en el sistema de partidos, hoy compartida por lo que se ha dado en llamar candidaturas independientes.
Los partidos políticos, desacreditados socialmente, sufren ante este panorama desolador. Esto es así por la conducta de sus líderes y dirigentes, que no han estado a la altura de las circunstancias, y la aprobación de siete mil millones de pesos por concepto de prerrogativas del erario público. Bastan unas someras vistas a sus posiciones para dar cuenta de ello. El Partido Revolucionario Institucional –con 88 años en el poder, salvo los desventurados periodos presidenciales panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón que se montaron en las viejas estructuras gubernamentales y frenaron posiciones progresistas– quiere mostrar una fortaleza enmascarada para enfrentar sus crasos errores en el arte de gobernar. Su debilidad es manifiesta, aunque se trate de encubrir con actos de “unidad” sospechosa por la unanimidad ante la ausencia de democracia interna y de gobernantes acusados de corrupción rampante. Su estatus no ha cambiado, sólo esperan a que su jefe supremo –hay que tener en cuenta que llamó a los militantes “soldados” en su última asamblea nacional– les dé la orden –dedazo, se dice en la jerga política– de quien elija como “su candidato”.
El Partido Acción Nacional no es ajeno a esta crisis. La nominación de la candidatura presidencial es un embrollo inesperado y la cantidad de precandidatos hace más difícil la situación. La decisión a favor de alguno de los aspirantes presume una fragmentación en sus cuadros, resistencia hacia el interior y migraciones al exterior. El Partido de la Revolución Democrática ha llegado a la orfandad política por falta de liderazgos, la ausencia de sus guías fundadores y relevantes (Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Andrés Manuel López Obrador, etc.) y los continuos desprendimientos de militantes. Su fuga hacia adelante es buscar una alianza morganática con la extrema derecha a costa de su prestigio izquierdista original. Movimiento Regeneración Nacional es un caso sui generis, tiene candidato presidencial definido pero actitudes personalísimas de su líder mayor, lo que ha impedido la incorporación de fuerzas políticas y sociales que le alcancen para lograr un triunfo afianzado a la presidencia. Los demás partidos políticos, salvo Movimiento Ciudadano, para garantizar su registro son entes satelitales, pero indispensables en la búsqueda de objetivos mayores. Movimiento Ciudadano mantiene su independencia y apuesta a no pulverizar su voto, que en coalición con otra fuerza predominante sería el fiel de la balanza para conseguir un triunfo decisivo.
Sabemos que en la sucesión del 2018 influyen múltiples factores de diversa índole: empresariado, sindicatos, organizaciones no gubernamentales, fuerzas sociales de resistencia, intereses ocultos y reservados, interacción internacional, percepciones instantáneas en el escenario de la misma y el complejo entramado del tejido social. Sólo debemos descartar el camino de la violencia insurrecta para hacerse del poder, porque sería echar combustible a la hoguera actual.