La llamada cultura mainstream, que permea la actual sociedad mundial, puede ser definida como aquella corriente predominante referida al fenómeno de masas inmersa en el entretenimiento, que ha reemplazado a la cultura tradicional y sustituido a la que dejaron grandes creadores en las bellas artes y otros afluentes que se incorporaron con el paso del tiempo. Opiniones de intelectuales de primer orden se solazan por su nacimiento, otros la decantan prudentemente y hay quienes la combaten con rigor y severidad hasta clamar por la acción revolucionaria. Llaman la atención aquellas que explican su despliegue vertiginoso e incontenible como una adherencia del capitalismo –denominado el soft power y traducido literalmente como el poder suave– para modelar las mentes de las nuevas generaciones y, a la larga, excluir la necesidad de echar mano de los poderosos enclaves militares propicios a resolver las diferencias entre países mediante las armas.
Se destaca en este tema el libro Cultura Mainstream del sociólogo francés Frédéric Martel, que constituye un extraordinario reportaje realizado durante seis años de investigación en los centros mundiales del poder de la industria del entretenimiento. Inicia desde las entrevistas con individuos que manejan empresas cinematográficas, programas televisivos, videojuegos, mangas, conciertos rockeros, de pop o rap, videos, tabletas y pantallas, y todas aquellas industrias promotoras de contenidos de la industria de la diversión.
La empatía del autor es evidente (aunque se duele de que la Unión Europea no despunte como potencia creadora en este campo) con esta estructura cultural que reemplaza la acostumbrada, por parecerle más democratizadora y contrastante con las élites que acaparaban su impulso. Sólo hay una referencia al bestseller de Dan Brown, El Código da Vinci, sin tocar un pelo a los grandes autores como Tolstoi, Cervantes, Shakespeare, Joyce, García Márquez y tantos otros que convocan al espíritu de la trascendencia mediante la cultura.
Sin embargo, la obra de Martel nos lleva de la mano a los enclaves de los intereses económicos, políticos, sociales y aun “ideológicos” que mueven de forma homogeneizadora y unidireccional a este río vigoroso que irriga todo el planeta, sin hacer distinción de países, razas, lenguajes, condición social, etc., mediante modernas tecnologías y digitalizaciones para arribar con singular éxito a las generaciones en ascenso. No obstante ello, divide a países dominantes y países sumisos en esta guerra geoestratégica, en un primer plano, y matiza después algunos polos de desarrollo importantes que disputan el mercado. Coloca en primer lugar en este esfuerzo recompensado con creces utilitarias, a Estados Unidos, que produce el 50 por ciento de los contenidos en casi todas las ramas de la industria del esparcimiento, con un crecimiento anual del 10 por ciento que alcanza a los cinco continentes. En esta ofensiva de contenidos destacan también el Grupo Rotana, de Arabia; Bollywood, de la India; e-Seun, en China y Hong Kong; Sony, en Tokio; Televisa, en México, y Al-Yazhira, en Qatar.
En sus conclusiones, Martel remata que: “Ha estallado la guerra mundial de los contenidos. Es una batalla que se libra a través de los medios, por controlar la información; en las televisiones, por dominar los formatos audiovisuales de las series y los talk shows; en la cultura, por conquistar nuevos mercados a través del cine, la música y el libro; finalmente, es una batalla internacional por los intercambios de contenidos en Internet. Esta guerra por el soft power enfrenta a fuerzas muy desiguales. En primer lugar, es una guerra de posiciones entre países dominantes, poco numerosos y que concentran prácticamente casi todos los intercambios comerciales. En segundo lugar, es una guerra de conquista entre estos países dominantes y los países emergentes por asegurarse el control de las imágenes y los sueños de los habitantes de muchos países dominados que no producen o producen muy pocos bienes y servicios culturales”.
Este libro es recomendable para quienes se interesen en el mundo de las imágenes y el entretenimiento, y aún más para los que están formados en mejores bases culturales y humanísticas. La diversión es efímera, la lectura es trascendente.