Algo sobre la vida del poeta SABINES

“Hacer un poema es llorar. Llora o ríe el poema, nosotros sangramos, parimos, cumplimos una función vital”

Arturo Sánchez Meyer

Arturo Sánchez Meyer
@meyerarturo

El Palacio de Bellas Artes, en el centro de la Ciudad de México, estaba abarrotado, no cabía una persona más, fue necesario colocar sillas y pantallas gigantes afuera del recinto. La gente estiraba el cuello para ver mejor; sentada o de pie, ante la pantalla o frente al escenario, nadie quería perderse el momento. Comenzó de pronto una ovación incesante, la multitud que ensordecía el ambiente mientras hacía sonar las palmas de las manos no estaba recibiendo a un rockstar ni a Mijares en concierto sinfónico, tampoco a un político, a un actor o a un futbolista famoso. Ese 30 de marzo de 1996, el invitado de honor era un poeta. “Estos son aplausos que lo lastiman a uno”, dijo Jaime Sabines con la voz entrecortada y un libro en la mano.

El chiapaneco autor de Horal había logrado algo que a muchos les parecía imposible; en su cumpleaños número setenta, hizo que miles de personas salieran de sus casas y se congregaran en torno a un recital de poesía. La muerte (eterna obsesión dentro de su obra) perdió esa noche una batalla importante, de la mano de Jaime Sabines la poesía estaba más viva que nunca, había salido de los libros y se había amontonado en la calle, dejó de ser letra para convertirse en palabra y grito, olvidó las pastas duras y se insertó en la voz del poeta que hipnotizaba a sus seguidores.

“El poeta no es un animal de adorno”

Sabines escribió por más de cuarenta años, con oficio y disciplina encontró una voz y una manera particular de expresar lo que sentía. Conquistó a muchos lectores porque consiguió que se identificaran con él, porque nos ayudó a entender que la poesía es algo más que un concurso de declamación o un puñado de versos obscuros e inexplicables donde lo único que se puede tener en claro es que hay poetas que escriben sólo para que los académicos los entiendan (si es que tienen suerte, claro).

“El poeta no es un animal de adorno, ni la poesía un arete o un abanico. Somos hombres, antes que poetas. Y lo hondo, lo profundo, lo oscuro, como lo claro y lo concreto del hombre, debe ir al poema, debe hacerlo, construirlo con su mundo aparte… Y es que hacer un poema es llorar. Llora o ríe el poema, nosotros sangramos, parimos, cumplimos una función vital”, señaló el autor de Los Amorosos.

Jaime Sabines Gutiérrez nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, el 25 de Marzo de1926. En la revista Los Universitarios, editada por la UNAM, el autor de Tarumba cuenta sus experiencias como un joven de provincia que tiene que enfrentarse a la hostilidad de la ciudad. Recién llegado a la capital, Sabines entra a la Escuela de Medicina, pero las experiencias de fracaso y de soledad que le crea este nuevo ambiente y una carrera que no le gusta, comienzan a abrir en él una vena poética importante.

“En esos tres años en la Escuela de Medicina me hice poeta, con el dolor, la soledad y la angustia. Compraba unas libretas muy grandes, y no había noche que no me pusiera a escribir de mis angustias. Nunca salió un buen poema, desde luego, nunca publiqué nada de eso. Pero sí agarré el oficio de poeta en esos tres años, pues escribía yo por necesidad”.

Según Adolfo Castañón, “más que desear ser poeta, Sabines quiso serlo”, así que en 1949, ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y ahí conoció a otros escritores como Juan Rulfo, Pita Amor, Guadalupe Dueñas, Rosario Castellanos y Juan José Arreola.

No hace falta parecer poeta para serlo

Sin embargo, en 1953, Sabines, quien había publicado ya dos libros de poesía, se vio obligado (debido al delicado estado de salud de su padre), a regresar a Tuxtla para hacerse cargo de la tienda de telas de la familia. “Entonces fue un gran aprendizaje de humildad” comenta el poeta, “allí se me fue toda la vanidad, esa que tienen los jóvenes. Yo me sentía humillado y ofendido por la vida. ¿Cómo era posible que estuviese en aquella actividad, la más antipoética del mundo, la del comerciante? Después de dos o tres años comencé a ser humilde, a decirme: ‘que se vaya al carajo el poeta’”.

Detrás del mostrador, Jaime Sabines aprendió una lección invaluable: no hace falta parecer poeta para serlo, no es necesario ir a los cocteles de intelectuales ni rodearse de la alta cultura para escribir poesía. Por eso aconsejaba a los jóvenes que primero vivieran y después escribieran. “En ese orden absolutamente. Si no se escribe de la vida, ¿de qué se puede escribir entonces? Hablar de las cosas que tocamos y que nos rodean. Yo, por eso, hablo de mi cuarto, de mi cama, de mis zapatos, de mi cigarro”. Entre las voces de la calle y la vida cotidiana fue como Sabines encontró lo que necesitaba para escribir: humildad y verdad.

“Humildad viene de humus, tierra proviene etimológicamente de la palabra humildad y Jaime con los pies en la tierra logra que humildad y verdad se aproximen en su poesía y no pierde de vista la estatura del hombre frente a su destino y multiplica así su capacidad de asombro ante la vida […] Jaime Sabines pasaba las noches velando como don Quijote, no las armas sino la verdad en las palabras para poder ser fiel a lo que quería decir, ni más ni menos”. Escribió la poeta y ensayista Dolores Castro en un texto de homenaje a Sabines.

Algo sobre la muerte y la poesía

En 1961, Julio Sabines, su padre, murió. Había emigrado a México desde Líbano y participó en la Revolución Mexicana, donde obtuvo el grado de “Mayor”. Jaime, quien había escrito constantemente sobre la muerte, se vio golpeado y rebasado, hizo entonces un largo poema: Algo sobre la muerte del mayor Sabines, que la crítica e incluso el mismo Jaime Sabines consideran el mejor de toda su producción.

Sabines escribió el poema en dos partes: la primera se publicó en 1973, y la segunda diez años después. En la primera parte, el chiapaneco escribe simultáneamente mientras pasan los acontecimientos, como lo cuenta el propio poeta, quien nunca leyó este poema en público.

“El poema fue escrito en el curso de la enfermedad de mi padre. Fue iniciado cuando los médicos nos dijeron que tenía cáncer. Entonces, bajo la presión tremenda de la imposibilidad de curarlo, fui testigo impotente y destruido de la muerte que se le aproximaba. El poema fue escrito durante esos días, y cuando digo ‘ayer se murió mi padre’ fue que ayer lo enterramos […] todo el poema se hizo con llanto, con sangre. Es un poema del que no me gusta hablar porque es puro dolor, desgarramiento, impotencia ante la muerte”.

Mientras su padre está internado, agonizando en un hospital, el poeta recurre a la única arma de la que dispone para darle la pelea (de antemano perdida) a la muerte; la poesía: “Déjame reposar,/ aflojar los músculos del corazón/ y poner a dormitar el alma/ para poder hablar/ para poder recordar estos días,/ los más largos del tiempo”.

Sabines vive y escribe, por eso es que en el fragmento anterior afirma “recordar estos días”, es decir, recuerda el presente, no puede superarlo, el dolor está anclado en la creación poética, y al darse cuenta de esto le hace una llamada de atención al lector, un guiño en donde le pide reflexionar si lo que está leyendo es realmente un poema o sólo una crónica del sufrimiento.

“Mirando su cadáver en los huesos/ que es ahora mi padre,/ e introduciendo agujas en las escasas venas, tratando de meterle la vida, de soplarle/ en la boca el aire…/ (Me avergüenzo de mí hasta los pelos/ por tratar de escribir estas cosas./ ¡Maldito el que crea que esto es un poema!)”

Pero el juego implícito es claro, ya que Sabines también cree que lo que está escribiendo es un poema, por eso lo publica como tal, por eso lo entiende como tal; el reclamo parece más bien hacia sí mismo, una especie de remordimiento por “robarle” pedazos al dolor y hacer poesía con él.

La emoción se le desborda, el autor de Tarumba lo sabe y por eso, en algunos fragmentos de Algo sobre la muerte del mayor Sabines guarda en el cajón el verso libre y recurre al soneto, como si la métrica lo ayudara a regresar al poema.

“Morir es retirarse, hacerse a un lado,/ ocultarse un momento, estarse quieto,/ pasar el aire de una orilla a nado/ y estar en todas partes en secreto./ Morir es olvidar, ser olvidado,/ refugiarse desnudo en el discreto/ calor de Dios, y en su cerrado/ puño, crecer igual que un feto./ Morir es encenderse bocabajo/ hacia el humo y el hueso y la caliza/ y hacerse tierra y tierra con trabajo/ Apagarse es morir, lento y aprisa/ tomar la eternidad como a destajo/ y repartir el alma en la ceniza”.

Con la mirada en las bugambilias

Una de las funciones primordiales de la poesía es su permanencia en el tiempo y la de Jaime Sabines la tiene asegurada porque está construida con base en las pasiones humanas. Dice José Emilio Pacheco en un célebre poema: “La poesía tiene una sola realidad: el sufrimiento […] Y esto por otra parte garantiza/ la supervivencia amenazada de un arte/ que pocos leen y al parecer/ muchos detestan,/ como a una enfermedad de la conciencia, un rezago/ de tiempos anteriores a los nuestros/ cuando la ciencia cree disfrutar/ del monopolio entero de la magia”.

Sabines apuesta por esta poesía que se halla anclada en la duda y en el sufrimiento, al igual que en las alegrías cotidianas, en las certezas y dudas que le da el saberse un hombre como cualquier otro. Y como los poetas no tienen “una estrella en la frente, ni un resplandor visible, ni un rayo que le salga de las orejas”, tiene que vivir entre la gente y el ruido sin saber a ciencia cierta cómo hacerlo.

“¿Qué putas puedo hacer con mi rodilla,/ con mi pierna tan larga y flaca, con mis brazos con mi lengua, con mis flacos ojos?/ ¿Qué puedo hacer en este remolino de imbéciles de buena voluntad?/ ¿Qué puedo con inteligentes podridos/ y con dulces niñas que no quieren hombres sino poesía?”, se preguntaba Jaime Sabines, quien el 19 de marzo de 1999 falleció víctima del cáncer.

Dice Luis Ignacio Helguera: “Rilke murió por una infección de la sangre provocada por una espina de rosa. Sabines tuvo también su muerte de poeta, de tigre poeta: salió del coma profundo para sentarse a mirar las bugambilias y, extasiado, se apagó”.

Después de perseguirlo por tanto tiempo, la muerte se descuidó y Sabines logró engañarla un rato al pie de las bugambilias, fue su venganza de poeta su última declaración de guerra.