La situación de ambos países va más allá de lo coyuntural y tiene que entenderse como la necesaria definición de lo moderno contra lo obsoleto
Existen muchas similitudes entre la situación actual que vive México y lo que acontece en Brasil. Ambos países tienen condiciones socioeconómicas parecidas; por ejemplo, son las dos economías más importantes en América Latina y también se ubican dentro de los primeros lugares en producción mundial de petróleo.
En las últimas semanas, tanto en México como en Brasil han sucedido hechos que ameritan una comparación. En nuestro caso fue muy evidente el uso descarado del aparato estatal y las instituciones gubernamentales contra el candidato de la coalición Por México al Frente, Ricardo Anaya; por otra parte, en el caso sudamericano fue obvio el acoso del sistema contra Lula da Silva, desde su persecución por el gobierno hasta su injusta detención hace unas semanas.
Es importante destacar que el gobierno de Brasil tiene una legitimidad precaria y enfrenta duras críticas de organizaciones internacionales y de otras naciones. El 7 de abril, Lula da Silva se entregó voluntariamente a las autoridades de su país para cumplir una condena de 12 años.
Previo a su ingreso a la cárcel, Lula, quien fue el primer presidente brasileño surgido de la fuerza obrera, emitió un emotivo discurso: “saldré más grande, más fuerte, más verdadero e inocente porque quiero demostrar que fueron ellos quienes cometieron el delito político de perseguir a un hombre que tiene más de 50 años de historia política”. En un artículo publicado en La Jornada, el Ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas titula y recupera bien una cita de Lula que sintetiza el contexto brasileño: “A partir de ahora, si me detienen seré héroe. Si me matan, seré un mártir, y si me dejan suelto, seré presidente de nuevo”.
En el caso de Lula da Silva bien aplica esa frase porfiriana de que a quienes enfrentan al régimen sólo les queda “destierro, encierro o entierro”. Durante años Lula ha enfrentado a las fuerzas reaccionarias del país, atadas a la dictadura del pasado. Lo acontecido con el expresidente en Brasil está lejos de ser un acto de justicia y más bien parece un acto de revanchismo del viejo régimen contra la oposición. En el caso brasileño, como en el nuestro, lo que está en juego tiene que ver con la continuidad democrática, pero más aún, está relacionado con la lucha frontal de dos regímenes caducos que se niegan a morir frente a una nueva generación progresista que se propone dignificar la política y las instituciones y que aspira a la refundación del sistema político nacional.
En el caso sudamericano es bien sabido que el sistema que opera en contra de Lula da Silva es heredero de la dictadura brasileña y de las viejas prácticas de un régimen autoritario aferrado a conservar el control del país. Este viejo grupo político se niega a aceptar que existe un Brasil heterogéneo y plural; por el contrario, trata de exacerbar las diferencias entre las clases sociales.
El Brasil militarista y dictatorial aún mantiene a sus voceros y actores, que insisten en frenar el desarrollo democrático del país; como en los viejos tiempos, utiliza al aparato estatal y sus instituciones para debilitar al grupo que representa y encabeza Lula da Silva.
Por otra parte, en el caso mexicano aún prevalece en la vieja clase política el autoritarismo que alienta la cultura de la corrupción, del despilfarro y del derroche de gobernantes desentendidos de los problemas sociales, que utiliza las peores prácticas de un sistema que gobernó 70 años y se niega a morir. Este régimen utiliza el aparato social para controlar, desinformar y contratar publicidad millonaria con el fin de mostrar un país que no existe, mientras que sus prácticas autoritarias se reproducen, se transforman y mutan en nuevas formas políticas, partidistas o no, que emulan en el discurso y en sus acciones al viejo PRI.
La situación de ambos países va más allá de lo coyuntural y tiene que entenderse como la necesaria definición de lo moderno contra lo obsoleto; de la dignificación política contra la política mezquina; de la pluralidad frente a las decisiones unipersonales y de visiones obtusas; de los acuerdos por encima de los dedazos; de la gobernanza frente a la simulación; del bienestar común frente al beneficio de unos cuantos; del progresismo que derrota al populismo; de los proyectos con visión de futuro frente a las “ocurrencias”; de los buenos gobernantes frente a los “iluminados” y falsos mesías. Este es el tema de fondo, esto es lo que se decide en México y en Brasil.
El hostigamiento de Lula por parte del sistema es sólo la punta del iceberg de una problemática más profunda que, en el caso brasileño, tiene que ver con la decisión de la sociedad de continuar en el pasado o avanzar hacia la refundación de su nación por la vía pacífica, con organización y participación ciudadana que ayuden a derribar al viejo régimen. México atraviesa por una situación similar: la refundación nacional y la derrota del viejo régimen depende en gran medida de la voluntad y la capacidad de organización que tenga la ciudadanía, así como de su participación en la toma de decisiones para transformar las instituciones y derribar al sistema caduco.
El camino no es fácil ni para el país amazónico ni para el nuestro, porque el viejo régimen se resiste y utiliza todos los medios económicos, financieros y mediáticos que le permitan subsistir. El éxito de la refundación de los sistemas políticos, brasileño y mexicano, dependerá en gran medida de la reconciliación entre ciudadanos y gobernantes, con una ciudadanía más exigente y participativa que termine con la impunidad, la corrupción y la perversión de los sistemas del pasado.
Sirvan los casos de México y Brasil para mostrar la situación que prevalece en casi todos los países de América Latina, que se balancean entre la gobernabilidad y el caos. Sirvan casos como el de Venezuela para demostrar que siempre hay el riesgo de regresiones autoritarias, de gobernantes demagogos que debilitan a las instituciones gubernamentales y ponen en riesgo el crecimiento económico y la vida de millones de personas.
En México y en Brasil está en juego algo más que un proceso electoral. Lo que se define desde ahora es la continuidad del pasado frente a una visión de futuro. Lo que pase en estas naciones no sólo será determinante para sus respectivas sociedades, sino para toda América Latina. La región merece y necesita un urgente sacudimiento democrático no sólo para las instituciones mexicanas y brasileñas, sino para las de todo el continente.
México y Brasil se encuentran en una encrucijada, en un punto crítico de su historia en el cual no nos podemos permitir desviaciones ni retrocesos autoritarios.