Nos preocupa abrir una caja de Pandora que no sentimos que podremos controlar, aunque exista dentro de cada uno de nosotros la capacidad suficiente para hacerlo
En medicina legal existe lo que se llama estrés postraumático; biológicamente las mujeres sufren estrés como parte de los síntomas de la menstruación y también llegan a padecer depresión postparto; en sociología se estudia el síndrome de Estocolmo, cuando un secuestrador y el secuestrado llegan a simpatizar entre sí e incluso, en ocasiones, a enamorarse, a a pesar del mutuo estrés en que se encuentran. El hecho es que los seres humanos estamos rodeados constantemente de amenazas a nuestra teórica y virtual “tranquilidad emocional”.
En el ámbito sociopolítico pocos se han percatado de que, en la vorágine de las precampañas proselitistas, intercampañas, las propias campañas, la jornada electoral y las acciones postelectorales, se generan elementos constitutivos que hacen padecer al ciudadano y al potencial votante, de diversos grados de estrés que afectan y alteran la estabilidad espiritual de la persona, provocando desde simples enojos y molestias constantes hasta amplios periodos de irritación individual y comunitaria.
De forma cíclica, durante cada proceso electoral padecemos y sobrevivimos a una verdadera catarata de mensajes de parte de quienes quieren llegar a una posición de poder, leyendo o escuchando uno y mil mensajes que nos provocan no sólo saturación y aturdimiento, sino también angustia, estrés y una profunda desorientación, que es el estado ideal en el que probablemente desean vernos las misteriosas mentes que detentan el sistema político mexicano presidencialista.
Avasallados como nos sentimos, llega el momento en que debemos definir a quién vamos a otorgar nuestra confianza para representarnos en los diversos cargos de elección popular y ahí nos vuelven a “entrar los nervios”, confundiéndonos por completo, haciéndonos temblar la mano, con el fin de escoger o seleccionar alguna de las opciones que se nos presentan en la boleta. Llegamos entonces a la casilla, cargados de estrés.
Finalmente, vendrá el estrés
post-electoral, derivado quizá de las naturales protestas por parte de alguno de los candidatos que argumente haber sido “robado”; o bien, de que tal vez resulta que al conocer las primeras decisiones de quien quedó electo nos percatamos de que “a la larga” provocará daños para la mayoría.
Aun quienes se abstuvieron de participar pensando que si quedaban “los mismos de siempre” era preferible a correr riesgos innecesarios, ellos también llegan inevitablemente a padecer estrés. Cualquier actitud o conducta cívica nos lo provocará porque siempre hay consecuencias. Los desafíos sociales existen permanentemente; la otra opción es no vivir, para evitar sufrir.
En el fondo, lo que verdaderamente nos aterra –amigos lectores- es que cada vez es más importante nuestro involucramiento y compromiso con las causas comunitarias y sociales, y no sólo la búsqueda de la satisfacción y cumplimiento de las necesidades individuales. Ahí está nuestro eterno dilema. Nos preocupa abrir una caja de Pandora que no sentimos que podremos controlar, aunque exista dentro de cada uno de nosotros la capacidad suficiente para hacerlo. Desde que en nuestro país ocurrió “la caída del sistema”, durante la elección de 1988, hecho indigno prefabricado con fines manipuladores, que logró imponer como Presidente a Carlos Salinas de Gortari (a pesar de que la percepción generalizada era que él había obtenido menor cantidad de votos), fue como si los mexicanos nos subiéramos al juego mecánico conocido como “la montaña rusa”, del cual no hemos podido bajar.
Y es que, a partir de entonces, el ámbito político y la vida de la administración pública en general –a querer o no- se vieron modificados substancialmente. Nada en ambos mundos sería igual y todo pasaría a ser cuestionado o exigido a través de mítines y marchas de protesta, provocando inevitablemente asombro, molestias, polémica y estrés.
Sería larga la lista de acontecimientos que podríamos citar para poder ejemplificar cómo es que los mexicanos hemos ido entrando –sin percatarnos- en una dinámica vertiginosa de acontecimientos por demás estresantes que nos han ido marcando como sociedad desde hace treinta años y que han ido dando pauta para buscar, en lo individual y en lo colectivo, la legítima defensa de nuestros derechos.
Así las cosas, lo que hemos protagonizado y sostenido como nación estas últimas tres décadas es un constante forcejeo entre nosotros –la sociedad- y ellos -el gobierno-, exigiendo (nosotros) un trato digno y respetuoso de parte de quienes dicen representarnos públicamente en los órdenes de gobierno, mientras que ellos (las autoridades) sólo han estado administrando conflictos, sin atreverse a proponer y generar soluciones de fondo. Todo eso ha estresado el ambiente, pero es la cuota a pagar si queremos progresar.
Ha habido algunos logros y conquistas, sí, pero aún menores; el reto se halla en que en la esfera gubernamental se hace poco por hacer crecer y desarrollar a los individuos en sociedad, al tiempo que muchos se percatan del potencial que particularmente poseen y que se puede maximizar, sumándose al talento, capacidad y habilidades de otros individuos.
Tenemos entre nosotros la vaga idea de evolucionar, indudablemente, “a pesar de”, lo que también nos estresa y desgasta mentalmente, ya que todos suponemos que debemos contar con autoridades que sean nuestras aliadas y no nuestros más acérrimos enemigos, como lamentablemente ocurre en nuestro país.
Sin embargo, después de todo este tiempo -que para la historia sería quizá corto- parecería que, tras posponer artificialmente la posibilidad de transformarnos como país desde aquella década de los ochenta del siglo pasado, el momento está llegando, aunque muchos se sientan hoy en día estresados, mareados y hasta con náuseas entre tanto susto, impresión y sobresalto que nos causan los diversos acontecimientos sociales y políticos, inspirados –eso sí- con fines genuinamente democráticos, de justicia y legalidad.
Además del estado de estrés en que nos hallamos, hemos pagado también -como sociedad- costos muy elevados por querer transformarnos; hemos cubierto cuotas de sangre, sudor y lágrimas por ver un amanecer diferente para nuestras familias; han habido sacrificios enormes de muchos héroes anónimos a los que ha llegado el momento de agradecer con profundo aprecio la audacia, valentía y el indomable espíritu que los ha animado a seguir luchando en nombre de muchos. Si participamos como ciudadanos, sabemos que ya no se trata sólo de acudir a las urnas y emitir un voto, significa también interesarnos en el resultado final de la elección, en la defensa de la justicia y la equidad electoral, además de convertirnos en observadores y supervisores permanentes de las tareas y acciones de los gobiernos surgidos, para garantizarnos –como sociedad- que habrá beneficios tangibles y promesas realmente cumplidas. Hoy nada podemos dejar al azar. Es la hora del compromiso… con o sin estrés.