La pregunta obligada que surge en el marco del análisis es si realmente los liderazgos sociales y políticos actuales están suficientemente sensibilizados en torno a los antecedentes de la lucha social ocurrida en el país
A principio del pasado mes de septiembre, tuvo lugar un incidente en el que estudiantes de algunas facultades de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) que protestaban pacíficamente frente al edificio de rectoría de esa casa de estudios, solicitando mejores condiciones para sus planteles, fueron inesperada y extrañamente agredidos.
Tales hechos motivaron que en los días siguientes ocurriera una serie de paros y manifestaciones de parte de los estudiantes, exigiendo a las autoridades universitarias y gubernamentales capitalinas el pleno esclarecimiento de las agresiones sufridas, así como el castigo a los responsables de haberlas perpetrado.
Las movilizaciones de los jóvenes evocaron de alguna manera, según algunos analistas del fenómeno ocurrido, la posibilidad de que el ambiente en la UNAM derivara en un ánimo de pugna y confrontación similar al que se dio hace cincuenta años, que desembocó –en esa ocasión- en aquellos tristes y trágicos acontecimientos de la masacre del 2 de octubre de 1968.
Afortunadamente, para la tranquilidad social, en esta ocasión la sensatez y prudencia imperó entre los afectados, evitando que el problema inicial creciera y se desbordara, además de que las autoridades –tanto académicas como judiciales- han ido avanzando en las investigaciones para deslindar responsabilidades y aplicar sanciones a los agresores.
Lo ocurrido nos da pie para reflexionar –con quienes nos leen- acerca de qué tanta toma de conciencia existe hoy en día entre las nuevas generaciones, con respecto justamente a acontecimientos sociales, económicos y políticos de alta trascendencia, que de alguna forma han impactado e influido –para bien o para mal- en nuestro cotidiano devenir.
A primera vista podría afirmarse que muy pocos jóvenes –pertenecientes a esta famosa generación llamada millenial (nacidos a partir de la década de los ochenta del siglo anterior)- se encuentran al tanto de lo que históricamente han significado y representan para la sociedad de nuestro país algunos de los acontecimientos sucedidos a partir –por ejemplo- de mil novecientos cincuenta y ocho, año en que ocurrieron las protestas sindicalistas del movimiento ferrocarrilero y que fueron reprimidas salvajemente por las autoridades en turno.
A esa nueva generación de mexicanos le ha tocado vivir contemporáneamente acontecimientos quizá menos crudos –comparados con los movimientos del sesenta y ocho o el “halconazo” ejercido contra los maestros en el setenta y uno, por citar un par de ejemplos- y pareciera que tales sucesos no forman parte de su memoria. Al considerarlos, tal vez, como hechos “lejanos”, no forman necesariamente referencia alguna para ellos.
Y es que, en ese sentido, es importante señalar que, por alguna curiosa razón, durante el siglo veinte los lapsos entre los diversos acontecimientos de conflicto habidos en México fueron muy amplios, permitieron la existencia de periodos de relativa tranquilidad social y ofrecieron tiempo suficiente a los gobiernos para intentar controlar a la sociedad en sus impulsos y someterla.
Tras la gesta revolucionaria que concluyó en 1917 se dio el episodio de la guerra cristera, en 1929; luego ocurrió la represión del movimiento ferrocarrilero, en 1958; diez años después vino la tragedia de Tlatelolco; en 1971 la agresión a maestros, así como la persecución de líderes guerrilleros como Lucio Cabañas y otros de la Liga comunista 23 de septiembre.
Todos estos crueles acontecimientos y varios más de corte dictatorial y autoritario, ejercidos por el sistema político gubernamental a través de sus instrumentos e instituciones, marcaron históricamente a toda una generación de mexicanos que padecieron “en carne propia” la intimidación, la humillación, la persecución, el encarcelamiento y hasta en ocasiones la muerte, en aras de exigir justicia social.
Es importante señalar que los líderes sociales que participaron activa y vigorosamente durante la segunda mitad del pasado siglo veinte, hoy se han retirado de manera natural, heredando su protagonismo, dando paso a nuevos liderazgos individuales y colectivos cuya visión y enfoque en relación a cómo afrontar la relación con los diferentes gobiernos y autoridades –en la mayoría de los casos- es profundamente diferente; su concepto de lucha social es distinto e inclusive –por qué no decirlo- quizá en algunos casos ni siquiera está previsto.
Mientras a una de las generaciones precedentes a la millenial le tocó “abrir brecha” y padecer el rigor de la intolerancia política –por definirlo de alguna manera- a la actual generación el ambiente le ha sido más civilizado, bondadoso y, por ende, más propicio para poder construir, aunque curiosamente eso no ha sido garantía alguna para impedir –por ejemplo- los enormes contrastes socioeconómicos que se han generado en México, derivados de un abusivo esquema económico mercantilista aplicado. Lo cual no es –por cierto- un tema banal, ni tampoco un desafío menor.
Ahora bien: ¡Ya hubieran querido los genuinos y esforzados líderes jóvenes del siglo pasado contar con las herramientas digitales y cibernéticas que hoy existen y que han logrado simplificar y acercar la comunicación grupal, generando amplias convocatorias y movilizaciones –tanto sociales como políticas- que inclusive en algunos casos han llegado a derrocar gobiernos!
El movimiento Yo soy #132, surgido en la Universidad Iberoamericana durante la campaña proselitista de Enrique Peña Nieto en 2012, que auténticamente lo persiguió esa ocasión y a lo largo de todo su sexenio, así como el movimiento #NosFaltan43, derivado de la aún misteriosa desaparición de cuarenta y tres estudiantes de Ayotzinapa, Guerrero, son claros ejemplos de cómo las redes sociales se han convertido en una poderosa herramienta de presión social y política de la que nadie puede salvarse.
Paradójicamente, acontecimientos como los terremotos de 1985 o la caída del sistema electoral en 1988, impulsaron cambios en la conducta social y favorecieron modificaciones en diversas políticas públicas que hoy la mayoría de los mexicanos disfrutamos. De igual forma, el surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994, coincidente con la firma del Tratado de Libre Comercio ese mismo año y la alternancia en el poder presidencial ocurrida en el año 2000, han planteado nuevos desafíos a la sociedad a lo largo de este nuevo siglo, concientizando a una parte de la población, aunque no a la suficiente como para gestar cambios profundos.
Al participar México como nación en un mundo globalizado, el diálogo, el respeto a los derechos humanos y la vigencia del Estado de derecho por parte del gobierno son ineludibles, facilitándose como consecuencia la relación e interacción con los múltiples grupos sociales que exigen atención, lo cual, a mi juicio, debe ser aprovechado al máximo para intentar transformaciones de fondo y no prestarse a simulaciones que sólo prolonguen usos y costumbres perjudiciales para la población.
La pregunta obligada que surge en el marco del análisis es si realmente los liderazgos sociales y políticos actuales están suficientemente sensibilizados en torno a los antecedentes de la lucha social ocurrida en el país, y por lo tanto, qué tanto estarían dispuestos a utilizar al máximo las herramientas digitales para forzar cambios de fondo; además de si son capaces de atreverse también a romper con el statu quo del sistema político decadente -como lo intentaron sus antecesores-, toda vez que es evidente que desde hace tiempo dicho sistema habita artificialmente en nuestro país y afecta la calidad de vida de millones de mexicanos.
Ahí está el reto.
Creo que quienes participaron en su momento confrontando el autoritarismo gubernamental, tienen la obligación de transmitir fielmente a los nuevos liderazgos sociales y políticos todo aquello que tuvieron que realizar –bajo el riesgo de su vida misma- para que hoy la lucha de los que toman la estafeta y están dispuestos a afrontar los retos sea bien comprendida y finalmente la sociedad alcance los justos niveles de gobernabilidad a los que seguimos aspirando.