Las mujeres mexicanas hemos avanzado en la lucha por nuestros derechos a paso firme, y aunque aún hay un camino largo por recorrer, el avance ha sido significativo, sobre todo en el acceso a los espacios de poder, aunque todavía nos falte apropiarnos del todo de ese poder y ejercerlo de manera libre e igualitaria frente a un sistema que pondera la participación mayoritaria de los hombres en las decisiones que trascienden a toda una sociedad.
El mismo caso que hemos vivido históricamente las mujeres en nuestro país se ha dado en todas las latitudes del globo terráqueo, y aunque incluso en nuestro continente ya hemos logrado avanzar hasta llegar a cargos presidenciales y mayorías en los congresos federales, aún son pocas las figuras femeninas de liderazgo que han logrado representar el máximo cargo de poder de un Estado.
En América Latina apenas se han logrado posicionar 10 mujeres presidentas en la historia, siendo Argentina el país que lo ha conseguido con mayor frecuencia. Los casos de mujeres presidiendo un país en el mundo no se alejan mucho de la realidad latinoamericana y aunque hemos podido atestiguar el liderazgo de mujeres como Ángela Merkel en Alemania, uno de los personajes más influyentes de la política internacional, los esfuerzos para que los liderazgos de mujeres al poder sobresalgan de la esfera nacional y regional han sido minados por el terreno de la cultura patriarcal que sigue reforzándose en los espacios de decisión para impedir el acceso libre y decidido de las mujeres.
Aunque pareciera poco, las transformaciones más importantes se han dado apenas en los últimos 40 años; en América Latina fue a partir de la incursión de “Isabelita” Perón al asumir el cargo de presidenta ante la muerte de su esposo, el entonces mandatario, Juan Domingo Perón, cuando la posibilidad de dejar el destino de una nación en manos de una mujer se hizo más fuerte al encontrarse en un escenario político y económico de gran complejidad y aún así ostentar el poder por un periodo de dos años.
En el mismo contexto regional, a finales de la década de los 70, Lidia Guelier, feminista e impulsora de las causas sociales más importantes para Bolivia, se convirtió en la única mujer que ha sido presidenta de ese país, allanando un poco más el terreno para las mujeres que le sucedieron en otros países, como: Violeta Chamorro, en Nicaragua; Rosalía Arteaga, en Ecuador; Janet Chagan, en la Guyana; y más tarde Mireya Moscoso, en Panamá; Michelle Bachellet, en Chile; Cristina Kirchner, en Argentina, ya a mediados de la segunda década de los años dos mil; más recientemente Laura Chinchilla, en Costa Rica, y por último Dilma Rousseff, quien logró reelegirse en 2014, aunque su destitución le impidiera continuar con el mandato.
Hoy, América Latina se declara desierta de liderazgos de mujeres capaces de lograr la máxima jerarquía del Estado, una declaración de suposiciones burdas que no corresponde al contexto de igualdad de derechos que se ha logrado en la mayoría de los países. Y es que ya no hay mujeres mandatarias, contrapuesto a los espacios que se han ido ganando en lo parlamentario o en lo local, pareciera como si de pronto los liderazgos emergentes capaces de competir contra el monstruo del sistema patriarcal estuvieran bloqueados por una película invisible a la que ya todas conocemos como los “techos de cristal”. Cuando hemos logrado romper uno, encontramos después de un tramo de aire fresco muchos otros que frenan el avance sustancial de las mujeres en el poder y que, en casos como el que hoy padece Latinoamérica, deben llevarnos a la reflexión crítica.
La visibilización de los liderazgos de las mujeres en esta región ha sufrido un desgaste que se manifiesta en la falta de mandatarias, pero el enfoque debe ir mucho más allá, buscando las causas por las que hoy, a pesar de que hemos tomado los parlamentos, las calles y los estrados públicos, no hemos podido retener y expandir el poder que hemos alcanzado. El auge de la democracia en América Latina tiene sus complicaciones para la agenda de las mujeres, no sólo en términos de acceso al poder sino de incidencia en la agenda social, y por tanto, en el avance de la garantía y reconocimiento de los derechos humanos de las mujeres.
Los progresos en el logro de espacios en América Latina han ido de la mano con los derechos conseguidos en México: hace apenas 66 años que las mujeres logramos que se decretara nuestro derecho a votar y ser votadas, 40 años más tarde que el primer país en permitirlo, Australia, que desde 1912 incluyó a las mujeres en la esfera pública, aunque el ejercicio, como en México en su turno, aún tendría mucho camino por recorrer para lograr que se efectivizara la participación de las mujeres.
No fue hasta 1979 que pudimos ver en México a la primera mujer gobernadora, Griselda Álvarez Ponce de León en Colima, hecho que sin duda allanó el camino para lograr mayor participación de las mujeres en la vida política del país, pero que refrendó, 26 años después, que aún hacía falta mucho para lograr la igualdad sustantiva. Ya 50 años antes Elvia Carrillo Puerto había dejado en claro que las mujeres no la tendríamos fácil en un sistema pensado, articulado y controlado por los varones, pero aun así seguimos insistiendo.
Ocho años pasaron para que otra mujer gobernara una entidad de México: Beatriz Paredes Rangel se convirtió en gobernadora de Tlaxcala en 1987. A ella se fueron sumando Dulce María Sauri, en Yucatán (1991); Rosario Robles, en la Ciudad de México (1999); Amalia García, en Zacatecas (2004); Ivonne Ortega Pacheco (2007), nuevamente en Yucatán, el único estado que ha tenido dos mujeres en el máximo cargo estatal; y finalmente Claudia Pavlovich, en Sonora (2015), la única mujer que hasta el día de hoy ostenta el cargo de gobernadora.
Sólo siete mujeres han ocupado gubernaturas, y si lo analizamos, es increíble que los cargos vía cuotas de género y cada vez más vía mayoría relativa en lo parlamentario están siendo ocupados por mujeres. Lo consecuente sería avanzar hacia los cargos ejecutivos más importantes en las entidades y a nivel federal, por lo que el afirmar que nuestro país no está preparado para ser gobernado por una mujer se vuelve cada vez más débil como argumento, pero plantea un paradigma con escenarios multifactoriales que nos coloca, una vez más en un aparador de visibilización falsa en el que nuestros liderazgos no terminan por tomar la fuerza en las decisiones más relevantes de lo público y nos someten a una serie de barreras estructurales que están pensadas, creadas y aceitadas por la normatividad del machismo, renovándose cada que los escaños de poder lo hacen, sometiendo el avance de las mujeres a la discusión de una clase política que sigue siendo de hombres.
Aunque los desafíos de las mujeres siguen siendo complicados, no podemos dejar de lado que la lucha feminista que encabezaron en América Latina mujeres como Lidia Guelier, Rosario Ibarra de Piedra o Patricia Mercado Castro ha rendido frutos en la agenda para el avance de las mujeres. Y es que ya en 2012 pudimos ver a una candidata a la presidencia de México por uno de los tres partidos con mayor votación en nuestro país, lo que abrió un escenario de posibilidades para lograr que el acceso a las candidaturas se materializara en el acceso a oportunidades igualitarias, justas y dignas para las mujeres, y aunque el resultado no favoreció una vez más, dio pie a creer que cada vez habrá mayores oportunidades efectivas de lograr que una mujer gobierne México.
La tarea que tenemos en los proyectos políticos frente al escenario de desigualdad que persiste no es sencilla. No se trata sólo de involucrar a las mujeres en las tareas políticas, sino de vencer a los enemigos culturales por excelencia: el machismo y la discriminación estructural. Por ello, los pasos que demos de ahora en adelante deben llevarnos a buscar un modelo de éxito para la inclusión de las mujeres en las decisiones de lo público, pasar de mujeres representándonos en los congresos y las gubernaturas a mujeres que puedan ejercer su poder de manera autónoma y determinada, y para ello es indispensable promover y diseñar mecanismos de participación que visibilicen el trabajo y los liderazgos de mujeres en todas las regiones, y que estos mismos se potencien para lograr que se ejerzan cada vez más alto en la escala de poder y cada vez más fuerte en la escala de decisiones de impacto colectivo.
El reto que tenemos enfrente quienes luchamos todos los días por más mujeres tomando decisiones no puede aislarse del bagaje histórico de quienes nos antecedieron, no sólo en México sino en la región latinoamericana. Ahí está el secreto del avance de las mujeres, lograr hacer de nuestra lucha histórica un cúmulo de estrategias que den el resultado esperado: más mujeres en espacios de toma de decisiones, más decisiones autónomas y libres, más gobiernos de mujeres y más democracia con mujeres.
Las mujeres gobernando es el paradigma de la democracia que hoy nos toca y es menester buscar que se cumpla esta premisa en el ejercicio de los hechos. No se trata de una cuota más para impulsar nuestros liderazgos, se trata de un terreno ganado que, hoy más que nunca, juntas tenemos que pelear.