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VIENA 19: LA SANGRE, LA MUERTE DE TROTSKY EN UN AJEDREZ DE PASIONES

VIENA 19: LA SANGRE, LA MUERTE DE TROTSKY EN UN AJEDREZ DE PASIONES

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Se dice que el arte no es un espejo, sino un martillo: no refleja, da forma” León Trotsky, Literatura y revolución, 1924. Esta es la cita que ostenta la portada del programa de mano de Viena 19: la sangre y que, después de presenciar la obra, se puede entender como estandarte de su propuesta, casi como una advertencia de todas las figuras, los espacios y las estructuras que están a punto de romperse con ese martillo.

Bajo la dirección de Víctor Weinstock y la dramaturgia de Fernando Martínez y Emmanuel Martin, esta puesta en escena se sitúa entre 1937 y 1940, durante la estancia de Lev Davidovich Bronstein, León Trotsky, en la Ciudad de México. El final de la historia es conocido, el asesinato de este ícono de la revolución socialista a manos de Ramón Mercader, agente del servicio de seguridad soviético NKVD, quien había sido reclutado y entrenado junto con su madre, Caridad del Río, para formar parte de la operación “Pato” (Utka), aprobada personalmente por Stalin en 1939 para vigilar y recoger información sobre la vida de Trotsky en la ciudad. Para llevar a cabo el plan, Ramón Mercader mantuvo una relación amorosa con Sylvia Ageloff, asistente de Trotsky, durante varios meses, pero cuando otro intento de asesinar al líder exiliado falló, Mercader recibió la orden de relacionarse con él personalmente y ganarse su confianza para después asesinarlo, el 20 de agosto de 1940, enterrándole un piolet en la nuca.

La historia de León Trotsky se ha contado en todos los formatos posibles desde varias ópticas; la figura del héroe exiliado y perseguido por uno de los dictadores más sanguinarios es seductora desde cualquier ángulo: histórico, político, social, cultural… Una figura con un destino final entrelazado con íconos de la talla de Frida Kahlo, Diego Rivera o David Alfaro Siqueiros; cuyo exilio, como tantos otros, se hace posible bajo la protección de Lázaro Cárdenas; a quien le ofrecieron asilo nada menos que en la Casa Azul y cuyo sangriento asesinato en la casa de la calle de Viena, en Coyoacán, nos legó un museo nombrado monumento histórico, cargado de símbolos que vuelven a este personaje más cercano y entrañable. Uno puede imaginar sus cenizas dentro de la estela funeraria de Juan O’ Gorman, imaginarlo sentado detrás del emblemático escritorio, escuchar el golpeteo incesante de las teclas de su antigua máquina de escribir… uno puede pasar a su cuarto, a su baño, se puede meter, literalmente, hasta la cocina. Pero Trotsky no sólo vivió entre esas paredes, sino que murió ahí, brutalmente asesinado con una herramienta que se usa para perforar montañas…Toda la atmósfera que rodeó su corta estancia en la ciudad permanece sorprendiendo y cautivando a nuevas generaciones.

Y bajo este contexto, ¿cómo desmitificar a la figura del héroe?, ¿del sangriento asesino?, ¿de la pareja de artistas más famosa del país? Viena 19: la sangre apuesta por esta tarea colosal humanizando (y deshumanizando) a todos los personajes, construyendo, en palabras de Víctor Weinstock, “ese mundo igualitario y maduro que imaginó el protagonista del drama, León Trotsky; un mundo en el que lo artístico se funde con la realidad”.

Todos los elementos de la puesta en escena llevan al espectador a un estado de alerta constante en el que no es posible sentarse a seguir cómodamente un capítulo de la historia. No hay espacios con un protagonista solo en el escenario, no hay diálogos sin ecos animalescos o risas estridentes detrás, no hay luces tenues que vuelvan cálido el ambiente, no hay escenografía designada y esclarecedora (salvo el mítico escritorio de Trotsky en el centro del escenario); las cantinas, los callejones, las guaridas, todo es y no es en el mismo espacio. No hay descanso para el espectador, como no lo había para nadie: perseguido y perseguidores observados en cada rincón, con la muerte a cuestas mientras ríen, mientras tienen sexo, mientras duermen…

LA BÚSQUEDA DE «LA VOZ HUMANA»

Fernando Martínez, uno de los dramaturgos de la obra, reveló que uno de sus grandes apoyos fue la técnica fundada por el actor y vocalista sudafricano Roy Hart. El llamado “teatro de la voz” revolucionó la técnica clásica de la impostación de la voz, liberando los registros vocales desde el trabajo corporal, es decir, el movimiento: el cuerpo como generador de cada sonido que emite. Según el sitio del Centro Artístico Internacional Roy Hart, este talentoso actor logró ganar una beca para formar parte de la Royal Academy of Dramatic Art en Londres, sin embargo su interpretación no logaba satisfacerlo: “los personajes que interpretaba de manera tan convincente eran meros productos de mi imaginación… carecían de algo”, se menciona en la biografía del actor.

La búsqueda de ese “algo” lo llevó a convertirse en discípulo de Alfred Wolfsohn, un profesor de canto alemán que había servido en la Primera Guerra Mundial, donde fue herido, dado por muerto y apilado entre cientos de cadáveres tras un bombardeo nocturno. Los estallidos y los gritos de las víctimas marcaron la vida de Alfred, quien se dedicó a rehabilitarse a través de la voz y a realizar su propia investigación vocal, a la que llamó “la voz humana”, capaz de expresar un enorme rango de notas y texturas, superando el rango femenino y masculino para alcanzar el punto donde converge toda emoción humana.

Después de permanecer diecisiete años alejado de los escenarios, inmerso en una intensa labor de investigación, Roy Hart fundó su propia compañía teatral: The Roy Hart Theatre Company. La preparación de los actores que pertenecían a su compañía requería memorizar el texto completo de una obra antes de poder iniciar los ensayos, los cuales complementaba con largas sesiones de interpretación de los sueños, un constante ejercicio de búsqueda de la consciencia individual y universal y varias horas de improvisación física en la búsqueda de una relación orgánica entre el movimiento y la voz. Su método, como lo define el portal del Centro Artístico, requería 51 por ciento de arte y 49 por ciento de terapia.

LAS PASIONES COMO DETONANTES DE LA HISTORIA

El método de Roy Hart, que va de la mano con la biomecánica de Meyerhold al recurrir a la sátira, lo grotesco y las formas plásticas en el espacio a través del cuerpo, cobra vida en las interpretaciones de Úrsula Pruneda, Jorge Ávalos, Antón Araiza, Gasstón Yanes, Isabel Bazán (quien además interpreta a dos personajes cruciales: Frida y Sylvia), Margarita Wynne y Emmanuel Martin. En un principio, estas figuras que se mueven lentamente emitiendo sonidos desarticulados toman por sorpresa al espectador, sus voces no son las de un diálogo ensayado con libreto en mano, sus movimientos animalescos y eróticos rompen con la solemnidad de un monólogo e incluso distraen la atención de la escena principal. Y es que, en realidad, en esta puesta en escena es imposible distinguir lo “principal” de lo “secundario”, dirigir los ojos a una sola parte del escenario, prestar atención a un sólo diálogo, seguir un tiempo o un espacio lineal.

Lo mismo ocurre con los personajes: un Trotsky al que no podemos catalogar como un héroe de bronce cuando lo vemos engañar a su mujer, confesar cientos de asesinatos, beber hasta adormecerse, caer en depresión, entregarse a su propio homicidio; un Ramón Mercader seducido y manipulado por su madre en complicidad con Kotov, agente de la NKVD, tal vez secretamente enamorado de Sylvia pero decidido a traicionarla, quizá secretamente convencido del genio de Trotsky pero entrenado para matarlo. Las mismas incongruencias y pasiones se muestran en el resto de los personajes: en Sheldon representando a los Estados Unidos, viendo todo desde fuera con esa risa burlona, moviendo los hilos de la historia desde un lugar privilegiado; en Frida, compitiendo con Natalia (esposa de Trotsky) y utilizando al comandante del ejército rojo como arma contra Diego; en Sylvia, dudando de las felices coincidencias que la unieron a Ramón y cambiando favores sexuales por políticos; en Caridad, sacrificando a su hijo, usando su cuerpo y su erotismo como arma para esconder el miedo.

Este golpe brutal de realidad a través del arte parece romper nuestra cercanía con los personajes, con los íconos que nos hemos construido a través del tiempo, pero en realidad después de ese primer golpe lo que se genera es una identificación real, un reconocimiento de algo de nosotros mismos en nuestros héroes o villanos. El valor de la herencia cultural y política de estos personajes no se pone en tela de juicio, pero si se logra llevar a un nivel más profundo, sucede lo que únicamente puede expresar el arte: la identificación de lo humano a través de la estética; eso que nadie nos impone o nos enseña, sino que se reconoce a través de una experiencia.

Este remolino de pasiones en personajes clave para la historia forma un pequeño universo que finalmente se reproducía a mayor escala en la lucha entre países, entre doctrinas económicas y políticas surgidas de las mismas pulsiones humanas. Y lo que logra esta puesta en escena no es sólo mostrarlas, sino construirlas a partir del arte.