“Dense prisa si me quieren enterrar, pues tengo la costumbre de resucitar”
El pasado mes de febrero, el cantautor Joaquín Sabina cumplió setenta años de edad y más de cuatro décadas de pisar los escenarios. En el marco de esta celebración, el músico español decidió lanzar el álbum titulado: “Sabina 70”, un volumen editado en formato de libro con cuatro discos compactos que recopilan los mejores temas de Joaquín, así como un libro de 96 páginas a cargo del escritor y crítico musical, Juan Puchades.
“Sabina es una manera de decir las cosas de todos de otro modo. Volver a sus canciones tiene algo de bálsamo de bar que aún suena a amigos que no miran el móvil y llevan la madrugada en el bolsillo”, escribió el poeta y periodista Antonio Lucas. Mientras que el escritor Arturo Pérez Reverte opina que Joaquín le ha puesto letra y música a un par de generaciones y a toda una época.
Mientras esto ocurre, “el flaco de Úbeda” se encuentra de gira por Latinoamérica y en diciembre dará conciertos en nuestro país, haciendo un mano a mano con el cantautor catalán Joan Manuel Serrat.
Por ello y “más de cien motivos” (sus diez millones de discos vendidos, por ejemplo), hemos decidido desempolvar y darle nuevo aire a este retrato sobre Joaquín Sabina, quien asegura que: el cura que ha de darle la extremaunción no es todavía monaguillo.
Han pasado ya mucho más de 19 días y 500 noches, pero Joaquín Sabina sigue abarrotando conciertos en su España natal y en toda América Latina. Sus últimos discos y presentaciones de la mano de “el Nano”, Joan Manuel Serrat, y su última gira en solitario en 2018, “Lo niego todo”, confirman que este cantautor de voz de lija y bombín negro tiene cuerda para rato, aunque a veces la prensa e incluso él mismo se empeñen en tratar de probar lo contrario.
“Yo siempre quise ser Peter Pan, y a base de irresponsabilidad lo estoy consiguiendo”, dijo alguna vez Joaquín Ramón Martínez Sabina. Y es que, en el caso de “el flaco de Úbeda”, la música y la poesía le vienen de la vida misma, escribe como vive y también escribe para vivir. Sus canciones son su mejor biografía, cualquiera que escuche composiciones como “Peces de ciudad”, “Pastillas para no soñar” o “Una canción para la Magdalena” (por mencionar sólo algunas), entenderá que Joaquín escribe y vive “a lo Sabina”, cargando con orgullo su “inexplicable mala salud de hierro”.
Con casi cuatro décadas de carrera y 25 álbumes —desde su primer experimento “Inventario”, hasta su último disco “Lo niego todo”, que vendió más de 200 mil copias—, Joaquín Sabina es exponente de una música que no se deja encasillar por ningún género. “El ibérico Bob Dylan” pertenece a una generación de cantautores españoles que cambiaron el curso de la música contemporánea.
El poeta Benjamín Prado escribió en el prólogo del libro Con buena letra —una recopilación de casi todas las canciones de Joaquín— que lleva mucho tiempo tratando de olvidar algunos de estos temas. “Son canciones que me gustan, algunas de ellas están conmigo desde hace años y se han añadido a mi vida como un clavo a la madera, a veces al punto de no poder distinguir entre ellas y ciertas cosas que me han pasado […] han crecido, cada una a su modo, hasta dejar de ser canciones y transformarse en himnos a una ciudad, una clase de sentimiento o una forma de vida, demostrando, una vez más, que lo que importa en una obra de arte nunca es lo que se diga acerca de quien la ha creado, sino lo que sea capaz de decir sobre quienes van a leerla u oírla”.
Ciudadano del mundo, con un ojo poético siempre alerta, Sabina ha hecho de sus canciones formas distintas y colectivas de entender la vida, sus letras desafían la rutina y las buenas formas. “Cuando ladran los perros del amanecer”, Joaquín sale a la calle para atrapar historias y fantasmas, su música es universal porque está construida sobre la tragedia cotidiana, porque le habla de tú lo mismo al taxista que al business man.
“Cada mañana bostezas, amenazas el despertador/ y te levantas gruñendo cuando todavía duerme el sol./ Mínima tregua en el bar, café con dos de azúcar y croissant,/ el metro huele a podrido/ carne de cañón y soledad./ Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal,/ ¿dónde queda tu oficina para irte a buscar?/Cuando la ciudad pinte sus labios de neón/ subirás en mi caballo de cartón./ Me podrán robar tus días, tus noches no”. Escribe Sabina y logra que quien escuche estos versos dibuje en su mente la imagen clara de una secretaria que despierta cansada, harta, y tiene que irse a hacer su ronda rutinaria por las estaciones del metro de Madrid: “Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal”, para llegar a la oficina donde el cantautor le asegura que: “mientras tus manos archivan, tu mente empieza a navegar”. Pero la venganza viene después de las horas de trabajo, ahí donde “el poeta de la guitarra” es rey y la espera sobre un caballo de cartón.
Joaquín Sabina es un autor que dibuja con maestría su entorno, “en cierto sentido, sus canciones también esconden un novelista en miniatura, porque en ellas es muy importante su capacidad para narrar, para contar historias, que, efectivamente, tienen su argumento, su protagonista, sus personajes secundarios, […] cuando uno acaba de escucharlas casi tiene más la impresión de haber oído un cuento que una canción. Probablemente esa habilidad la habrá aprendido Sabina en los boleros, las rancheras y las coplas, pero en este momento, aquí y ahora, lo convierten en un compositor único”, comenta Benjamín Prado.
Así como Sabina ha dicho más de cien mentiras, también ha tenido más de cien amores, ha visto el amanecer muchas más de cien veces y ha tenido múltiples nombres. “Mariano Zugasti” decía un pasaporte con una foto suya cuando se exilió en Londres tras arrojar una bomba molotov en una sucursal del Banco Bilbao, de Granada, durante la dictadura de Francisco Franco.
Javier Menéndez Flores, biógrafo del cantautor español, le preguntó cómo lo habían marcado sus años de exilio: “Me influyeron muchísimo. Primero, como paréntesis. Son años en los que no cumples años. Estás siempre pensando: ‘se va a morir Franco y yo voy a volver’ […] por otro lado yo habría sido un cantante tan afrancesado como los de mi generación: aquí lo que oía era Atahualpa Yupanqui, Paco Ibáñez, Violeta Parra… y en Londres empecé a escuchar a Dylan y a los Stones, lo cual creo que le dio a lo que compuse un aire más rockerito, callejero, anglosajón”.
En 2017 Sabina volvió a los escenarios con su disco Lo niego todo, del cual se desprendió otro álbum en vivo que vio la luz el año pasado. Con la misma voz herida de tabaco, Joaquín festeja sus setenta años y repasa la vida de excesos que ha llevado: “Superviviente, sí, ¡Maldita sea!,/ Nunca me cansaré de celebrarlo, antes de que destruya la marea/ las huellas de mis lágrimas de mármol. Si me tocó bailar con la más fea,/ viví para cantarlo”.
Aunque también se reconoce en sus recientes canciones un tono entre burlón y amargo con el que le canta a la vejez, con el que quiere deshacerse de su leyenda de “ángel con alas negras”, y por eso decide negarlo todo, “aquellos polvos y estos lodos”, negar lo que de él se da por sentado, incluso si es verdad. “Se trata de cambiar la leyenda del calavera, del juglar del asfalto y el profeta del vicio, como me llamaron en un periódico de Chile, por la imagen de un tipo que llora con las películas de sobremesa los domingos por la tarde”, asegura Joaquín Sabina.
Peor para el sol si deja de encontrar a un cliente tan asiduo como Sabina en los amaneceres. Que “el flaco” viva ya de su leyenda o que sea su leyenda la que consume a Joaquín es algo que en nada influye al sinnúmero de canciones, poemas, cartas y hasta pinturas que este andaluz ha ido arrancando de las entrañas de hormigón de las ciudades.
Nada se puede anticipar tratándose de Joaquín Sabina, quien sigue escribiendo su propia historia y, sobre todo, cantándola… lo mismo en una ranchera que en un tango, brincando al ritmo de rock o interpretando un bolero con su eterna guitarra colgada al hombro. “La muerte le hace la segunda voz”, asegura Serrat.
Puede ser que, como Sabina vaticina burlón, termine “como una puta vieja hablando con sus gatos”, pero también podría ocurrir que el día del juicio final, Dios sea el abogado de oficio de este poeta y cantautor que se prometió, hace muchos ayeres, envejecer sin dignidad.