Hace casi diez años (noviembre de 2015) leí un interesante artículo de la psicoterapeuta colombiana María Clara Ruiz (quien reside en España), titulado: “La resignación, una peligrosa comodidad”.
Desde sus primeras líneas, la autora asegura: “La resignación es una de las más grandes enemigas de la salud física y psicológica. No tiene nada que ver con la naturaleza humana y, en cambio, sí está íntimamente relacionada con la imposición de adaptarse, incluso a lo indignante. Recuperar la capacidad de vivir la vida plenamente, es la mejor manera de prevenir la enfermedad de nuestros tiempos”.
Me acordé de los jesuitas y su firme concepto sobre la resignación: predicar sólo la resignación y la caridad frente a los grandes dolores humanos sería encubrir la injusticia.
Recordé igualmente el mensaje de Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, en Morelia, Michoacán, el 16 de febrero de 2016. Al evocar el “Padre nuestro” que rezan los cristianos con insistencia todos los días, para que no nos deje caer en la tentación, el Papa se preguntó:
“¿Cuál puede ser una de las tentaciones que nos podría asediar? ¿Cuál puede ser una de las tentaciones que brota no sólo de contemplar la realidad sino de caminarla? ¿Qué tentación nos puede venir de ambientes muchas veces dominados por la violencia, la corrupción, el tráfico de drogas, el desprecio por la dignidad de la persona, la indiferencia ante el sufrimiento y la precariedad? ¿Qué tentación podemos tener una y otra vez frente a esta realidad que parece haberse convertido en un sistema inamovible?
“Creo que podríamos resumirla con la palabra resignación. Frente a esta realidad nos puede ganar una de las armas preferidas del demonio, la resignación. Una resignación que nos paraliza y nos impide no sólo caminar, sino también hacer camino; una resignación que no sólo nos atemoriza, sino que nos atrinchera en nuestras «sacristías» y aparentes seguridades; una resignación que no sólo nos impide anunciar, sino que nos impide alabar. Una resignación que no sólo nos impide proyectar, sino que nos impide arriesgar y transformar”.
Podríamos contrastar saludablemente lo anterior con pasajes de la grandeza humana, reflejada en la célebre obra del austriaco Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad. Alegoría histórica y literaria de grandes sucesos que refiere 14 proezas de los seres humanos. Entre otras, las historias de Marco Tulio Cicerón, el jurista, filósofo, escritor y orador romano; el ascenso al poder del presidente de los Estados Unidos (1913-1921) Thomas Woodrow Wilson; el estreno de “El Mesías”, del compositor alemán Georg Friedrich Händel, en Dublín (Irlanda), el 13 de abril de 1742; la conquista del Polo sur por el explorador noruego Roald Amundsen, el 14 de diciembre de 1911, a bordo de la goleta Fram (“Adelante”).
Pienso en México y en su grandeza. Más allá de la trascendencia histórica de compatriotas en defensa de la patria y de su estatura como estadistas, que abundaron.
Con muchas omisiones, por las cuales ofrezco una amplia disculpa, evoco: el pincel de Francisco Goitia y Gerardo Murillo (“Dr. Atl”), el muralismo de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco; la obra literaria de Rosario Castellanos, Pita Amor, Elena Garro, María Enriqueta Camarillo, Ana Cristina Rivera; la arquitectura visionaria de Carlos Obregón Santacilia, Mario Pani Darqui, Ricardo Legorreta Vilchis, Juan O’Gorman y Pedro Ramírez Vázquez; la visión de Estado de Alfonso García Robles, Premio Nobel de la Paz en 1982 por sus aportaciones al “Tratado de Tlatelolco”; del escritor Octavio Paz Lozano, Premio Nobel de Literatura en 1990; de Mario José Molina-Pasquel, Premio Nobel de Química en 1995 por sus investigaciones sobre las causas del agujero de ozono antártico, quien dos meses después, junto con otros científicos compartió un premio del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) por su contribución a la protección de la capa de ozono.
Es inmensa la lista de mexicanas y mexicanos orgullo de nuestra patria. Como también son grandes el rezago y la brutal desigualdad en que se ha mantenido al resto de nuestros compatriotas, a costa de una minoría privilegiada y, añado, poderosa.
Una de estas mañanas escuché el tono pastoral con que el presidente le pidió al pueblo que, en aras de la austeridad republicana, ahorrara más y comiera arroz con frijoles. Me hizo recordar un mitin, a fines de 1981 o principios de 1982, al que me he referido con anterioridad, en Huejutla, Hidalgo, del candidato presidencial del PRI, Miguel de la Madrid. Cuando acabó el acto, desde lo alto de un camión de redilas unos tipos empezaron a arrojar envoltorios con tortillas sobre una multitud de hambrientos indígenas huastecos.
Por lo menos 60 millones de mexicanos ya saben lo que es comer frijoles, arroz y tortillas. No necesitan que nadie, desde la holgura palaciega, se los recomiende. Aherrojados por el infortunio del desempleo y todavía víctimas de una pandemia interminable, lo que esos millones de mexicanos necesitan con urgencia son la atención del Estado mexicano y oportunidades de trabajo que gobiernos incapaces, ineficientes o corruptos, no han sabido o querido darles.
Para concluir, parafraseo las juiciosas advertencias del Papa Francisco en su visita a Morelia, en 2016: ¿Qué tentación nos puede venir de ambientes dominados por la violencia, la corrupción, el tráfico de drogas, el desprecio por la dignidad de la persona, la indiferencia ante el sufrimiento y la precariedad?