de torcer la historia para su beneficio personal,
así como ejercer control sobre aquellos cuyo
oficio es establecer la verdad.
René Rémond
E
l debate no es nuevo. Parece, hoy como nunca, al menos en México, de merecida actualidad. Particularmente cuando, desde la cúspide del poder, se asume la creencia de que la investidura (republicana, autócrata o francamente despótica) otorga el derecho, en palabras del historiador y politólogo francés René Rémond (1918-2007), de “torcer la historia para su beneficio”.
Son varias las valiosas reflexiones que Rémond incorporó a su obra. Entre otras, por ejemplo, que la interpretación de la historia es ineludiblemente ambivalente: es al mismo tiempo cimiento de la unidad de un pueblo y germen de discordia que alimenta discrepancias y desacuerdos.
Otros especialistas del tema han reconocido la intrusión de la política en el arbitraje de conflictos relacionados con el registro de acontecimientos históricos, según diferentes grupos sociales.
En 2005, firmada por importantes personajes de la llamada Escuela histórica francesa, surgió una solicitud nombrada “Libertad para la historia”. Entre sus promotores estuvieron intelectuales de la talla de Pierre Vidal-Naquet, Jean-Pierre Vernant, Marc Ferro, Pierre Nora, Jean-Pierre Azéma, Antoine Prost y el citado René Rémond, entre otros.
“Preocupados por las cada vez más frecuentes intervenciones políticas en la apreciación de los acontecimientos del pasado” y por los procedimientos judiciales que afectan a historiadores y pensadores, recordaron a los lectores de su manifiesto, entre otras cosas, que:
- La historia no es una religión. El historiador no acepta ningún dogma, no respeta ninguna prohibición, no conoce tabúes.
- La historia no es la moral. El historiador no tiene como labor exaltar o condenar, sino explicar.
- La historia no es esclava de la actualidad. El historiador no coloca en el pasado esquemas ideológicos contemporáneos ni introduce en los acontecimientos de entonces la sensibilidad de hoy.
- La historia no es la memoria. El historiador, en un nivel científico, recoge los recuerdos de los hombres, los compara entre sí, los confronta a los documentos y trazos y establece los hechos. La historia no tiene en cuenta la memoria ni se reduce a ella.
- La historia no es un objeto jurídico. En un Estado libre, no pertenece ni al Parlamento ni a la autoridad judicial que define la verdad histórica. La política de Estado, animada incluso por las mejores intenciones, no es política de la historia.
Estos principios son violados sistemáticamente en numerosos países de presunta orientación democrática. El recurso parece simple: líderes populistas se dicen convencidos de que “el pueblo los llama a cambiar la historia”. En esa pretensión han llegado a trastocar el orden institucional “en perjuicio de la libertad, no sólo de los historiadores sino de aquellos cuyo oficio es establecer la verdad: los profesionales de la comunicación”.
México no ha sido la excepción
La confusa travesía hacia la llamada “Cuarta Transformación” del país, ha sido comparada por su impulsor, Andrés Manuel López Obrador, nada menos que con las tres grandes transformaciones (sobre todo políticas y sociales) registradas por la historia nacional: la Guerra de Independencia (1810-1821), la Guerra de Reforma (1857-1861), vinculada a la Guerra contra la Intervención Francesa y contra el Imperio de Maximiliano (1862-1867), y el gran movimiento social del siglo XX, la Revolución Mexicana (1910-1917).
Incluso en diversas ocasiones, el actual presidente de México no ha vacilado en equipararse con José María Morelos, Miguel Hidalgo, Benito Juárez (su figura predilecta), Francisco I. Madero y hasta Emiliano Zapata.
Omite acaso que estos y otros convulsos pasajes de la historia nacional costaron la vida a millones de mexicanos. Sirva de ejemplo el lamentable conflicto fratricida de la “Guerra Cristera” (1926-1929), que significó la muerte violenta de casi 250 mil connacionales (otro tanto emigró a Estados Unidos huyendo de la violencia).
En la desmemoria de falsos redentores, parece olvidada la lección de lo que ocurre cuando el “germen de la discordia alimenta discrepancias y desacuerdos” entre los pueblos”. Diuide et impera, es la frase que se atribuye por igual a Julio César y al corso Napoleón, convencidos ambos de la eficacia del “divide y vencerás”. Se trata de impedir a los pueblos que se unan en torno a una causa común. Hoy, a nadie sensatamente informado le suenan extrañas las palabras “divide y vencerás”, “conmigo o contra mí”, “liberales contra conservadores”.
Una y otra vez habremos de señalar que la vida republicana y democrática es, en tanto humana, perfectible. Sobre la sangre derramada por compatriotas, mujeres y varones, se construyó la vida institucional moderna de nuestro país. Frágil, asediado, perfectible, abusado, saqueado inclusive, México no puede aún sacudirse hoy a los depredadores del poder.
Esa es la lucha en la que estamos.Pero nadie tiene derecho a torcer la historia para su beneficio personal.