Entrevista con el actor Ignacio López Tarso
PRIMERA PARTE
Al sur de la Ciudad de México, muy al sur, en el centro de la colonia Tlalpan, nos recibe en su casa el primer actor Ignacio López Tarso. Nos conduce a su estudio que está repleto de premios y galardones, no queda ni un espacio vacío. El protagonista de la película Macario (primer filme mexicano nominado en 1960 al Permio Óscar en la categoría de “Mejor película extranjera”), nos invita a Swald Huerta, presidente de Culturalmente Responsable A.C., y a mí, a tomar asiento al otro lado de su enorme escritorio, donde descansan una buena cantidad de libros y algunas notas escritas a mano en hojas blancas.
Ignacio López Tarso, protagonista de incontables obras de teatro, películas y series de televisión, es el actor vivo más longevo de la llamada “Época de Oro del cine mexicano”. Nació el 15 de enero de 1925 y con sus 95 años de experiencias e historias es un personaje fundamental para la escena actoral en México; además de eso, también es simpático, amable y paciente.
El maestro López Tarso comienza a hablar, viaja rápidamente a los recuerdos de su infancia y me doy cuenta de que, en esta entrevista en particular, el lugar donde ponga mi grabadora de mano es intrascendente, su voz grave y profunda inunda la casa completa; él gesticula, ríe, se mueve de una historia a otra con esa memoria privilegiada que es una de sus mejores armas como actor, profesión en la cual aún se encuentra activo.
Más que dictarnos un hilo de recuerdos, López Tarso comienza a actuar para nosotros, se mete de lleno en el papel de su propia historia, dibujando con sus manos gruesas escenas en el aire. No dan ganas de interrumpirlo, seguimos sus voz como si fuera un encantador de serpientes auque, de vez en cuando, da un grito que nos sobresalta, a mí, a Swald y sospecho que a toda la cuadra.
Aquí la primera entrega de esta entrevista para los lectores de El Ciudadano, bajo la mirada de un actor quien, a fuerza de interpretar tantos personajes, ha vivido más vidas de las que caben en estas letras.
El teatro y su efecto hipnótico
La primera vez que vi una obra de teatro tendría yo ocho o nueve años, me llevaron a una carpa en Guadalajara y para mí tuvo un efecto hipnótico: me senté entre mis padres (todavía no nacía ninguno de mis hermanos), comenzó la función, lejos, yo tenía que estar estirando el cuello para lograr ver algo, y así, en esa posición, estuve dos horas, que a mí me parecieron minutos. Fue muy curioso porque además yo no registré qué obra era, no sé tampoco quiénes eran los intérpretes, eso no me importó, pero yo estaba de tal manera pendiente que se pasó el tiempo muy rápido, de pronto se cerró el telón, se prendió la luz, la gente aplaudió, se levantó, se empezó a ir y yo seguía sentado, perdido… “¡Vámonos, Ignacio!”, me gritaba mi papá, hasta que finalmente me tuvo que sacar. Me quedé prendado con lo que había sentido durante la obra, fue muy emotivo para mí.
Ese episodio se me quedó grabado en la memoria, a tal punto que muchos años después, en el seminario, cuando un maestro dijo: “quiero formar un grupo de teatro con alumnos”, yo sin pensarlo levanté la mano. Ahí empezó mi carrera de actor, a los 15 años.
Hacíamos algunos ejercicios muy absurdos, pero montamos una obra escrita por un autor francés, Joseph Bouchardy, que se llamaba: Lázaro el mudo o el pastor de Florencia. Yo quería ser el mudo, pero no, ese papel lo interpretó otro compañero, sin embargo, me dieron un buen personaje, lo memoricé muy bien, ensayé, hice la representación primero en el colegio, en un escenario improvisado, y luego vino la parte buena: al sacerdote que era el director de la escuela, el padre “Chon”, le gustó mucho la representación que hicimos y nos dijo que nosotros como alumnos habíamos recibido muchos beneficios del pueblo de Temascalcingo (que era un lugar en el Estado de México donde estaba el seminario), así que como agradecimiento era nuestro deber representar esta obra en el teatro del pueblo.
Era un teatro muy bonito, todo de madera, de tres niveles, con palcos, con gradería, con butacas abajo, en herradura, con un escenario y hasta con camerinos, esa fue la primera vez que estuve en un teatro y la obra fue un éxito, entonces ya fuimos los héroes del pueblo y ya nos conocían, nos llamaban por nuestros nombres y nos daban regalos. Hicimos una temporada completa, montamos como diez funciones para el pueblo, así que esa fue mi primer temporada de teatro.
Miss Paige: remedio para el corazón, pero no para la espina dorsal
Como a los 18 o 19 años me fui de bracero, pero no de ilegal, llevaba yo un contrato en la bolsa, me llevaron a Irapuato y ahí me practicaron exámenes médicos, me hicieron pruebas como de campesino que iba a la pisca de la naranja, de la uva, de la remolacha y no sé qué tantas cosas más, una prueba de habilidad con las manos.
Me fui y en un pueblo en California que se llama Merced, tuve un accidente en un árbol muy grande de naranja… yo creía que el naranjo era un arbolito y pensé “pues va a estar fácil, ahí lo hago con la mano”. ¡No, cuál mano! Te dan un ayate y unas tijeras para no cortarle el rabo a la naranja porque si lo haces se pudre, entonces no la puedes arrancar, el árbol de naranja además es muy resbaloso y entre el ayate y las tijeras me quedaba nada más una mano libre para detenerme, y en una de las subidas estaba yo en lo más alto cuando se rompió la rama y ahí vengo para abajo desde unos ocho metros, caí sobre las cajas y me partí la espina dorsal.
No tengo idea de cuánto tiempo pasó, pero desperté en un sanatorio. Cuando abrí los ojos me encontré con una rubia de ojos azules, con unos labios preciosos, y yo pensé: “ya estoy en el cielo”, pero entonces me dijo: “soy Miss Paige y tú te llamas Ignacio, ¿verdad?”. Era una gringa chulísima y yo me quedé enamorado de ella, me enseñó a caminar, me pusieron una especie de chaleco de yeso y me dijeron que no me podían operar ahí porque era una operación muy complicada, claro que hubieran podido, pero no quisieron.
Me dieron un billete de veinte dólares, me metieron a un tren de tercera clase, con bancos de madera y me dijeron: “tú no te bajas hasta que llegues a México”, y el tren hacía paradas de tres o cuatro horas, a veces de una noche, y yo con esa cosa que no podía ni respirar y cuando me movía un poquito me daban unos dolores terribles, compraba por la ventanilla la comida que llevaban vendedores en las estaciones. Así llegué hasta la Ciudad de México, a Buena Vista, no traía ya ni un peso, ¡me la tuve que aventar caminando, desde Buena Vista hasta La Villa! (en ese entonces yo vivía atrás de La Villa, por un lugar que le llaman “El Pocito”). Donde veía un poste, ahí me sentaba en la banqueta para apoyarme un rato y luego seguía caminando, por fin llegué a mi casa y un año después me operó un gran médico, se apellidaba Velasco, me dijo: “Te voy a dejar mejor que como estabas”, y lo cumplió, nunca he tenido un solo problema de espalda desde entonces.
Macbeth, un monstruo victorioso en Bellas Artes
En el teatro empecé con cosas fuertes, con Macbeth, de Shakespeare: ¡un castillo completo en el escenario! ¡en Bellas Artes! Mi carrera es formidable porque me inicié en el mejor teatro no solo de México, uno de los mejores de América. Yo era alumno de la escuela de teatro, mi primer Shakespeare fue nada menos que con Isabela Corona, que era la mejor actriz que había en nuestro país en ese entonces, y yo era un alumno todavía.
Recuerdo que llegó un maestro y me dijo: “Léete este libro, ¡pero tiene que ser ya, hoy en la noche!”. Me lo dio en la escuela a las nueve de la noche, “léelo y mañana en la mañana te llamo”, me dijo, “no tengo teléfono maestro”, le contesté, “bueno, voy a mandar a alguien a tu casa a recoger el libro y a él le dices qué pensaste de la lectura”. Leí toda la noche, dos veces, luego fui por la tercera, quedé maravillado, era una traducción en verso de León Felipe, el gran poeta español. Cuando el maestro me preguntó si me había gustado, le dije: “¿A quién podría no gustarle? ¡Es un texto grandioso! ¿Para qué personaje me quiere, maestro?” “¡Cómo para qué personaje!”, me respondió a gritos. “¡Macbeth! ¡Vas a ser Macbeth!” No lo podía creer… me tuve que poner hombreras como los jugadores de americano, Macbeth es un monstruo, tenía la estatura, un metro 81, pero estaba delgado y me tuve que poner fuerte.
En el estreno estaba yo ahí con Isabela Corona en primer término en el escenario, la gente aplaudiendo, Bellas Artes lleno y de pronto empezaron por allá unos compañeros de la escuela a gritar: “¡López Tarso! ¡López Tarso!” Y luego más gente y más gente se sumó al grito, yo tenía de la mano a Isabela Corona, estábamos agradeciendo y de repente ella me soltó la mano de un tirón y se fue, ¡furiosa! Era un insulto para ella, ¿cómo es posible que la gente le aplauda a este muchacho que es alumno todavía y no a mí? Después me pidió una disculpa y me dio un abrazo, era linda Isabela.
De ahí para adelante, vino Enrique V, de Luigi Pirandello; Prueba de fuego, de Arthur Miller (así le pusieron aquí, el texto original se llama Las brujas de Salem), y así siguió mi carrera de teatro.
Xavier Villaurrutia fue mi maestro, me enseñó muchísimo, no era muy buen dramaturgo, pero era un gran poeta. Yo entré a tomar clases con él en 1948, él me puso el “Tarso”, me dijo: “búscate otro apellido porque Lopéz López no vende”. Yo me apellido López López porque mis padres eran primos hermanos, en contra de toda religión y de la sociedad en general.
Ya con el nombre artístico, el Maestro Villaurrutia me dijo: “Yo te voy a enseñar a pisar el escenario”. Yo pensé: “¿pues eso qué tiene de ciencia?”, pero él siguió “tú vas a ver este escenario de Bellas Artes un día, con el teatro lleno, en una obra en donde tú seas el responsable y verás qué difícil es pisar el escenario, primero con seguridad y luego con autoridad. Algún día vas a pisar el escenario con absoluta autoridad”. Y así ocurrió, eso me enseñó el gran Maestro, el respeto al escenario.