“Esta es la lucha eterna entre la economía y la salud; ninguna debe triunfar, ambas se deben articular” (Anónimo)
Siempre que ocurre algún hecho social impactante -lo mismo positivo o negativo-, este genera invariablemente una serie de análisis y reflexiones que muchas veces nos ayudan a poner en marcha nuevas acciones y conductas que nos permitan evolucionar como personas, si es que existe la voluntad individual de mejorar en función de las lecciones aprendidas.
Es el caso de la pandemia del COVID-19, que en primera instancia nos ha venido a mostrar a todos los habitantes de este mundo lo frágiles que somos, aun y cuando muchos simulen, ostenten o presuman grandes recursos económicos y materiales. El virus –ya lo hemos visto- no ha respetado género, edad, condición socioeconómica, política o religiosa alguna.
Al enterarnos del sufrimiento y agonía de otras personas –a través de los medios de comunicación y de las redes sociales- se enciende en nuestro interior el sentimiento de solidaridad, aun cuando el acontecimiento resulte cercano o lejano a nosotros. Siempre es conmovedor enterarnos de las circunstancias que rodean una enfermedad o un padecimiento, inclusive si el hecho es un abuso e injusticia surge en nosotros la indignación, que nos hace reaccionar a veces hasta con furia.
Curiosamente, el fenómeno del contagio del coronavirus, también ha servido como radiografía para evidenciarnos en otras facetas que casi siempre la mayoría negamos y que, sin embargo, prevalecen entre nosotros como sociedad. Me refiero a la discriminación que absurdamente han sufrido miles de abnegados médicos, enfermeros(as), afanadores(as) y demás personal administrativo de los consultorios y centros hospitalarios –lo mismo públicos que privados-, quienes han sufrido agresiones verbales y físicas, dentro y fuera de sus centros de trabajo y hogares, bajo el argumento de sentir que ellos son portadores de la citada enfermedad.
Normalmente, ante el desconocimiento o la falta de información, el ser humano reacciona interpretando a su modo algunas de las situaciones que le rodean, como es el caso que nos ocupa de la señalada pandemia, provocando conflictos, injustas críticas, insultos y agresiones a todas luces inadmisibles si suponemos que somos seres racionales, aunque en ocasiones por nuestro raro comportamiento, varios lo dudemos.
Pero como el mundo es ambivalente –el bien y el mal, el ying y el yang, la luz y la obscuridad- ante los agravios a los profesionales del ámbito médico, ha surgido también la parte noble de muchos, que, en numerosas ciudades de diversos países, se han dado tiempo para aplaudir, felicitar y reconocer públicamente a quienes denodadamente han hecho esfuerzos por salvar vidas en esta compleja etapa sanitaria por la que estamos atravesando.
Otra lección –esta de carácter económico- que nos ha dejado el multiseñalado coronavirus es revelar que en muchas naciones no existe la suficiente infraestructura hospitalaria para atender circunstancias especiales como la aparición de una nueva enfermedad. Si de por sí en condiciones “normales” se ha sabido de múltiples carencias, ahora nada más imaginemos lo que significa atender improvisadamente una situación propiciada por la pandemia.
Justamente desde principio del mes de diciembre pasado, la jefa de gobierno de la Ciudad de México había alertado acerca del peligroso incremento de pacientes con COVID-19 internados en hospitales capitalinos, con el riesgo de saturación de camas con respiradores existentes. Más lejos aún fue el polémico subsecretario Hugo López Gattel al afirmar que el repunte de casos de contagios en el país iba a continuar hasta la próxima primavera, con las consecuencias económicas y sociales que ello implicará.
En materia de investigación médica y científica, la humanidad también se ha llevado una gran lección al comprobar o percatarse, en algunos casos, que nuestros gobiernos han decidido invertir más en material bélico que en estudios que ayuden a prevenir y proteger de diversas enfermedades a la población que gobiernan.
De forma organizada, las sociedades deben exigir y lograr que el gasto público de nuestras autoridades se encauce para temas útiles, más que andar fabricando tanques, rifles y pistolitas.
Por cierto, que el caso más patético –en el marco de la pandemia- resultó ser el presidente estadounidense saliente, Donald Trump, quien sin rubor alguno desmanteló las políticas públicas de salud que su antecesor, Barack Obama, había logrado aplicar exitosamente. En México, por supuesto, lo mismo ha hecho el mandatario López Obrador, eliminando el programa del “Seguro Popular”, condenando al abandono a millones de compatriotas, decisión que inclusive podría ser motivo de denuncias jurídicas y penales en tribunales del país y extrafronteras.
Una gran mayoría de mexicanos seguimos sin comprender las extrañas decisiones tomadas desde la presidencia de la República en materia de salud y las confusas señales enviadas por las propias autoridades sanitarias, propias de quienes están prefiriendo defender política e ideológicamente un asunto netamente de salud pública. ¿El costo de dicha imprudencia? Poco más de 120 mil fallecidos… y el dolor de tantas familias que quizá se pudo haber evitado.
Pero, ciertamente, no todo ha sido culpa de las autoridades que nos gobiernan, también la sociedad “tiene lo suyo”, ya que conforme iba avanzando el tiempo de la pandemia, la desesperación de permanecer encerrados o confinados hizo que muchos relajaran las medidas de precaución y de protección, multiplicándose –tan solo desde agosto a noviembre- de 50 mil a 100 mil fallecidos, evidenciándose una vez más las severas carencias y limitaciones culturales y educativas que arrastramos como sociedad, convirtiéndose muchos en agentes berrinchudos, patéticamente protestando contra las recomendaciones para cuidar su vida y la de sus semejantes.
Si en naciones con mayor grado educativo se resistían –y lo siguen haciendo, pasiva o activamente-, imaginemos con el escaso promedio educativo de primero de secundaria que tenemos en México. Los constantes e irracionales desafíos y faltas de respeto a todas las policías por igual, inconformándose por algunas simples conductas que nos recomendaban para evitar al máximo la proliferación de contagios. Del total de la estadística de fallecidos, también –duele decirlo- una parte es consecuencia de la imprudencia e incredulidad humana, no de los gobernantes.
Un último apunte me gustaría compartir con nuestros apreciados lectores acerca de las lecciones que nos está dejando el COVID-19. Es el que se refiere a la recuperación de valores esenciales para mejorar nuestras relaciones sociales, hoy profundamente deterioradas, en donde el egoísmo y el individualismo intentan masacrar al espíritu comunitario.
El desastre en que se ha convertido el sistema mercantilista en el que vivimos inmersos, provocando terribles contrastes socioeconómicos, representa una enorme ventana de oportunidad para que una gran mayoría nos concienticemos acerca de volver a lo básico, empezando por el valor del respeto, que nos obliga a aceptar que en este mundo que compartimos cada uno posee su propio punto de vista, alberga su particular opinión y que es imposible actuar bajo la idea de someter, reprender o castigar si alguien no piensa igual que uno.
No hay rincón del planeta que no se haya visto desnudado por la pandemia del coronavirus y haya evidenciado toda la fragilidad humana que somos. Ojalá que esta coyuntura nos sirva a muchos para valorar la vida que tenemos, la libertad de que a veces gozamos y el compromiso que debemos tener, socialmente hablando, con nuestros semejantes, siendo solidarios, no solo en la tragedia, sino de manera constante y permanente, hasta logar una cultura basada en el apoyo y respaldo tanto justo como mutuo.
Deseo finalmente, que el 2021 nos aporte a todos una buena dosis de renovación integral, por el bien del mundo que habitamos y que innegablemente compartimos.