El mal no es nuevo. Sus primeros síntomas suelen ser casi imperceptibles, cual novatadas entre aprendices de la política. Si bien les va, tarde o temprano conocen, reconocen y aprenden a respetar los límites del poder y la confianza que les otorga la ciudadanía. De lo contrario, sobrevienen descalabros para las aspiraciones democráticas de la sociedad, acosada por apetitos autocráticos. Peor si esos descalabros los propician quienes suponen que la confianza ciudadana es un merecido botín para sus ambiciones.
Hay que señalarlo sin rodeos: el preocupante ejemplo a la vista lo ofrece nada menos que Andrés Manuel López Obrador.
Conquistó legítimamente el amplio poder que hoy detenta como presidente de la República, pero en menos de tres años sus otrora frecuentes llamados a la democracia prácticamente desaparecieron (salvo excepciones interesadas explicables), al tiempo que aumentaron sus frecuentes censuras, internas y externas.
La mira de la iracundia presidencial se nutrió de nuevos objetivos. Y no sólo eso: las descalificaciones han ido en aumento contra el Instituto Nacional Electoral, la Suprema Corte de Justicia de la Nación y la Universidad Nacional Autónoma de México; recientemente reprochó las duras críticas de intelectuales en un desplegado público, a quienes recriminó “su falta de honestidad” y los calificó de conservadores que fingían ser liberales.
Entre otros de los “adversarios”, según AMLO y sus afines, está el periodista Carlos Loret de Mola, de quien exhibió costosas propiedades como pretendida réplica a diversas publicaciones que involucran a la familia presidencial en presuntas desviaciones.
En la lista de sus velados “críticos” figuran igualmente el gobierno de Estados Unidos y algunos europeos.
Pero lo que se lleva las palmas en los blancos del enojo presidencial es de mayor gravedad: su desafío al Estado de derecho. Su llamado a la desobediencia constitucional porque el Instituto Nacional Electoral se atrevió a conminarlo a respetar la prohibición de usar como propaganda electoral la votación en torno a la revocación del mandato.
El desacato abierto a la ley electoral, a la Constitución y, ¿por qué no?, a algunas normas de comportamiento político, rebasó límites. Formaron un frente común, entre otros funcionarios y aun legisladores, Adán Augusto López Hernández, secretario de Gobernación; Mario Delgado Carrillo, presidente de Morena, y la jefa de gobierno en la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum Pardo.
En la embestida de los apologistas de la “revocación del mandato” que encabezó el presidente López Obrador fluyeron recursos millonarios para carteles, pintas, bardas y hasta acarreos, cuyos costos se escabulleron en la escrupulosa ley del silencio que impera en los círculos políticos gubernamentales.
Por otra parte, el triunfo que Morena anticipaba desde antes de los comicios, no llegó: en números redondos, 15 millones de votos equivalieron a poco más de la mitad de los sufragios con los que AMLO ganó la elección presidencial en 2018 (30 millones, de modo que el acopio de votos opositores indiscutibles para Morena, logrado en la elección presidencial, se redujo a la mitad tres años después, en la multicitada consulta sobre la revocación del mandato).
El escenario, por luminoso y bonancible que se pretenda desde el festejo palaciego, desmereció ante críticos propios y extraños por la determinación presidencial de festinar una victoria oprobiosa conducida desde el poder que violó inescrupulosamente el orden constitucional, encabezada por el principal responsable de cumplir y hacer cumplir las leyes.
\Desde luego, nadie puede celebrar el escenario en que hoy se debate la maltratada democracia nacional.
El proceso que debió ser un genuino esfuerzo de fortalecimiento democrático, se diluyó en lo que se antoja una penosa y hasta pueril rebatinga con actores que se aferran a un estandarte autocrático por definición. Nada bueno puede construirse ante un sedicente jefe de Estado cuyo grito de guerra es un antisocial “conmigo o contra mí”.
Los anhelos de unidad nacional han recibido un golpe hiriente desde el pináculo de un poder conferido nada menos que por una autocracia que al fin mostró sus afilados colmillos.
Asegurémonos de que Benito Juárez, Francisco I. Madero y otros íconos de nuestra histórica vocación democrática jamás sean confundidos en la ridícula galería de dictadorzuelos golpistas, ni demagógicamente mezclados en la oratoria de farsantes, inmerecidamente usufructuarios de la honrosa plaza pública.
Este es el empeño de un Movimiento Ciudadano cuyos principios, convencido, hace suyos el autor de estas líneas.