De víctima electoral, el político tabasqueño pasó a víctima en el cargo que ocupa y de ahí no ha salido. La pobreza de argumentos comienza y termina en culpar a los anteriores gobiernos de los grandes rezagos socioeconómicos
En una de las más recientes intervenciones del ejecutivo federal, a principios del mes de agosto, ocurrió uno más de los sainetes que el mandatario en turno suele protagonizar, aprovechando su foro conocido como “La mañanera”.
Disimuladamente molesto porque la Comisión de Quejas y Denuncias del Instituto Nacional Electoral (INE) le ordenó que dejara de proferir expresiones ofensivas y críticas hacia la senadora Xochitl Gálvez, independientemente de que advirtió que iban a impugnar la determinación jurídica y amenazar de paso a los ministros de la Suprema Corte con promover un desafuero contra ellos, repentinamente –cual si fuera un guion teatral–, poniendo cara de inocente y “caído en desgracia”, expuso (hablando de violencia política de género) cuántas veces a él lo habían criticado e insultado y que entonces, por lo tanto, también él sufría de violencia de género y la autoridad no decía nada.
O sus asesores son bastante desacertados o el presidente de la República los ignora por completo, porque resulta que el 13 de abril del año 2020, en el Diario Oficial de la Federación, se publicó la aprobación de las reformas constitucionales por parte del Poder Legislativo en materia de violencia política de género, que justamente pretenden clarificar que su alcance está referido exclusivamente a las mujeres y no a los hombres, por lo que, al asumir –el presidente– esa pretendida postura personal de víctima, lo único que provocó es que quedara en franco ridículo público ante su pobre argumento, dudosa ignorancia o tal vez fingimiento del conocimiento de la verdad.
El licenciado Andrés Manuel López Obrador, desde que aspiró por primera vez a la máxima posición política de nuestro país en el año 2006 y quien ahora ejerce a plenitud el cargo de presidente de la República Mexicana, ha utilizado invariablemente el rentable recurso de mostrarse como victimario del sistema político-electoral, postura que –desde luego– le ha propiciado grandes beneficios, tanto en lo personal como en el ámbito político-gubernamental.
Gracias a mostrarse “despojado” de un teórico triunfo obtenido en aquel entonces, el expriísta, experredista y ahora jefe morenista logró en su momento “convencer” a una buena parte de los votantes para que le creyeran, utilizando para ello un lenguaje conmovedor que llevara al compadecimiento de su persona. La jugada le resultó tan conveniente que así siguió doce años más recorriendo el país, vociferando que le habían robado la elección y que las autoridades electorales eran cómplices del atroz robo, entre otras cosas.
Con más empeño y obstinación que inteligencia –hay que decirlo–, apeló a llegar al sentimiento, sobre todo de millones de mexicanos que “se pusieron del lado de él” al identificarse ellos mismos, como quienes –tras muchas décadas– han vivido marginados y muchas veces socialmente humillados. Eso lo llevó al triunfo finalmente en la elección del 2018, captando alrededor de 33 millones de votos en las urnas, arribando al poder como uno de los candidatos con mayor fuerza electoral.
Sin embargo, cuando todos los mexicanos suponíamos que la transformación de candidato a mandatario haría surgir al gobernante, al estadista, al hombre con visión de largo plazo, atento a todas las voces, ocurrió que no fue así. Lejos de eso, apareció la figura de una persona resentida, revanchista y vengativa, en busca de “ajustar cuentas” con sus antecesores en el poder, sin dejar de lado –por supuesto– la caracterización de víctima, máscara virtual que continúa utilizando para seguir sacando provecho político de la situación y sus circunstancias.
A López Obrador el hacerse continuamente la víctima le ha permitido –entre otras cosas– agredir verbalmente a sus aparentes “enemigos” y podríamos decir que esa “cortina de humo” es su favorita, sobre todo cuando requiere que la opinión pública se distraiga ante problemas fuertes y reales de administración gubernamental que le cuesta trabajo atender.
El recurso expresivo de “yo tengo otros datos” (sin entrar al detalle, por supuesto), es justamente una de las muletillas que más ha utilizado y a la que ha sacado provecho para eludir la responsabilidad de afrontar y dar la cara a retos y dificultades que se le presentan como mandatario. Eso hace que muchos lleguen a pensar que sus opositores lo quieren abrumar de problemas y entonces vuelven a pensar que el jefe del ejecutivo es víctima de maniobras. Y así se la ha llevado durante todo su periodo gubernamental, aunque la deuda moral y material con los más pobres (que se han multiplicado desde 2018) prevalezca.
De víctima electoral, el político tabasqueño pasó a víctima en el cargo que ocupa y de ahí no ha salido. La pobreza de argumentos comienza y termina en culpar a los anteriores gobiernos de los grandes rezagos socioeconómicos. Por eso los pobres resultados tangibles de su administración, por más que traten de maquillarle algunos rubros para tratar de convencer. Hoy se puede decir, sin temor a equivocarse, que han sido las remesas de los mexicanos migrantes y el lavado de dinero de grupos criminales lo que ha contribuido a mantener las aparentes “finanzas sanas” del país.
Aún nos falta transitar el último año del sexenio y es altamente probable que veamos la “genial actuación presidencial”, basada en hacer berrinche, ante una eventual pérdida de poder en el marco de las elecciones federales del 2024, jugando su probado papel de víctima, “vendiendo cara” su derrota, aunque ello signifique violencia, derramamiento de sangre y hasta una que otra muerte, posiblemente.
La pregunta fundamental es: ¿la mayoría de los votantes le creerán sus historias artificiales? Falta muy poco para que lo sepamos. Cada uno de nosotros, los mexicanos, el domingo 2 de junio depositará en las urnas su importante opinión y hará quizá que muchos despierten de la pesadilla en que hemos estado viviendo como nación.