Hay poco más de media docena de países en el mundo que han desarrollado la tecnología necesaria para satisfacer al máximo las necesidades humanas de contar con agua de consumo cotidiano
En efecto, amigo lector, resulta que lo que alguna película –allá por fines de la década de los setenta– advertía (“Cuando el destino nos alcance”) acerca de la escasez de alimentos, la contaminación atmosférica, el deterioro ambiental y la falta de agua potable, se está convirtiendo lamentablemente en realidad, por lo que preocupa desde luego –aún más– la ligereza y superficialidad con que muchas autoridades gubernamentales en los tres ámbitos están “atendiendo” el tema.
El agua es un elemento que existe en aproximadamente el setenta por ciento de nuestro planeta; también está en el aire, en forma de vapor, lo mismo que en el suelo, actuando como hidratante de la tierra y en forma de acuíferos, llámense ríos, lagos y lagunas. Se calcula que la Tierra posee alrededor de 1,386 millones de kilómetros cúbicos, cantidad que se mantiene desde hace dos mil millones de años. ¿Por qué entonces se ha estado hablando últimamente de escasez?
Resulta que nuestro hábitat contiene un 97.5 por ciento de agua salada y solamente 2.5 por ciento de agua dulce, que se halla en afluentes, ríos, arroyos, glaciares y en los casquetes polares, en forma de hielo. Ahora bien, refiriéndonos específicamente a nuestro país, acorde a datos proporcionados por la Comisión Nacional del Agua (CONAGUA), el volumen anual de agua existente es de 1,492 mil millones de metros cúbicos, lo que equivale más o menos a llenar 600 millones de piscinas olímpicas.
Tal volumen del vital líquido se obtiene en un 58 por ciento de ríos, arroyos y lagos, mientras que el 42 por ciento se encuentra en la superficie terrestre, almacenada en acuíferos. Destacan en este contexto los sistemas lacustres de Pátzcuaro y Cuitzeo, que son los concentradores afluentes más grandes del país; de igual forma, las aguas que corren por el Río Bravo, limítrofe con los Estados Unidos de América, alcanzan una extensión de poco más de tres mil kilómetros. Agua hay, lo que ocurre es que está mal distribuida. En el norte de México hay un clima muy seco y árido, mientras que en el sur hay una gran humedad. El contraste es que mientras en Chiapas poseen el 30 por ciento de las aguas superficiales del país, en Baja California sólo cuentan con el 0.1 por ciento.
Lejos de tantas cifras que en ocasiones impresionan y que tal vez nos permiten tomar conciencia del valor del agua para los seres humanos, la verdad es que, habiendo tanto H2O en nuestro planeta, no debe ser tan complicado transformar el agua salada en agua dulce, potabilizarla y utilizar algún porcentaje para agua de riego. De hecho, ya hay poco más de media docena de países en el mundo que han desarrollado la tecnología necesaria para satisfacer al máximo las necesidades humanas de contar con agua de consumo cotidiano.
España, Estados Unidos, Japón, Israel, Kuwait, Qatar, Libia y Emiratos Árabes Unidos son las naciones que se han aplicado para desalinizar el agua de mar, a tal grado que hoy en día –por ejemplo– en Arabia saudita, cuatro de cada cinco litros de agua que se consumen provienen de un adecuado sistema de desalinización. No hay pretexto alguno entonces para no considerar en México la necesidad de ir a fondo en la solución de un problema crónico, como es el de proporcionar a la población agua potable y garantizar ese derecho humano a todos sus habitantes.
Es en Israel en donde se encuentran las dos plantas desalinizadoras más grandes del mundo. Preocupados desde hace varias décadas por la necesidad de dotar del vital líquido a la gente, las autoridades israelíes se asociaron en el año 2013 con la empresa española Sadyt para operar una planta que provee 624 mil metros cúbicos de agua. El costo de esta planta fue de 400 millones de dólares. El mismo año instalaron otra en la ciudad de Ashdod, que provee 384 mil metros cúbicos de agua diariamente, basados en el sistema de ósmosis inversa, que es un esquema realmente sencillo, y lo digo con conocimiento de causa, porque hacia fines del siglo pasado trabé amistad con un destacado ingeniero investigador del Instituto Politécnico Nacional (IPN) que manejaba dicho concepto, al que le organicé una serie de presentaciones ante organismos de agua potable de diversos municipios en el Estado de México. Emocionado personalmente por el gran impacto que pensé que tendría su concepto, resultó finalmente que ninguno de los directores alcanzó a comprender la importancia de lo que se le estaba ofreciendo.
En alguna ocasión, asistiendo a un congreso en el que se hablaba precisamente de la escasez de agua, conversé con el que era titular de la CONAGUA, José Luis Lueje Tamargo, y le pregunté por qué el organismo que encabezaba no iba al fondo de la resolución de la problemática, a lo que respondió simple y llanamente que las razones eran “de carácter político”, lo que significa –como ya es costumbre en México– que, teniendo elementos tangibles y viables para atender un reto esencial para mejorar la calidad de vida de las personas, la toma de decisión se posponga y termine afectando a millones de seres humanos.
Durante la LVII legislatura (1997-2000), en la que participé como diputado federal, propuse justamente que el gobierno diseñara un sistema de instalación y operación de plantas desalinizadoras, potabilizadoras y de tratamiento del agua existente en nuestras costas, tanto en el Golfo de México como en el Océano Pacífico, y desde ahí bombear e impulsar el líquido hacia la zona centro del país, con lo cual se resolvería “de tajo” un problema crónico de dotación de agua a miles de comunidades y poblaciones.
El recurso económico que se invierta en ese proyecto redituaría con creces al solucionar una amplia necesidad que no está a discusión. De inmediato voces opositoras argumentan que “es muy cara esa inversión” y yo les digo, con toda franqueza, que más se roban del erario, por lo que sería más lógico, sensato y útil invertir en sistemas que por sí mismos representan una visión auténticamente estadista y de largo beneficio.
Debe preocuparnos como ciudadanos mexicanos el comprobar que no hay la visión ni tampoco la suficiente vocación de servicio entre nuestros gobernantes, sino más bien el interés de servirse y tratar de ver qué negocio realizan al amparo del poder o del cargo que ocupan, ya sea de elección popular o dentro de la administración pública a la que fueron asignados, haciendo a un lado el concepto de trabajar por un bien general.
Cuando se crearon los organismos de agua potable en las entidades federativas y en los municipios se presumía que ello generaría un mayor ingreso económico que podría utilizarse para mejorar las condiciones de dotación de agua a los habitantes. Lamentablemente, muchos alcaldes voltearon a ver –con gran brillo en sus ojos– la posibilidad de utilizar como “caja chica adicional” los recursos de los organismos, por lo que hoy en día la mayoría de ellos se encuentran desfondados y prácticamente en la quiebra financiera, sin haber cumplido con su función esencial.
El próximo mandatario(a), su gabinete y colaboradores cercanos tendrán que aplicarse a fondo si genuinamente desean aportarle a México soluciones a temas urgentes, como es precisamente el del agua. No se puede estar aplazando la toma de decisiones al respecto, so pena de condenar al deterioro la calidad de vida de millones de seres en la República Mexicana.
El tema del agua es tan amplio que es imposible abarcar en una sola entrega muchos detalles importantes que contiene, de manera que hemos acordado con la dirección editorial de El Ciudadano, compartir una segunda parte, que permita completar la reflexión entre nuestros lectores.
Por lo pronto, agradezco la gentileza de su atención y, por favor, seamos responsables del cuidado del agua.