Las enormes riquezas marinas e isleñas de México permanecen desconocidas para la sociedad e ignoradas por los gobiernos
Andrés Bello (1781-1865), venezolano-chileno de grandes talentos y gloriosa vida, escribió en el año de 1832 respecto a la agotabilidad de los recursos en los mares de América Latina, en su obra Principios de Derecho Internacional. Dijo entonces que “sería lícito apropiarse de los parajes en que se encuentran y que no estén actualmente poseídos por otro”, anticipándose un siglo al gran debate sobre los espacios oceánicos de nuestro planeta. A ello se debe que haya sido reconocido como “padre espiritual del mar patrimonial” por los grandes tratadistas del tema. En México, este patrimonio es conocido como Zona Económica Exclusiva (ZEE), franja de 200 millas náuticas prolongadas en las aguas marítimas que bañan nuestras costas, tanto hacia el Atlántico como hacia el Pacífico.
Durante el siglo XX la batalla fue tan ardua entre los países dominantes y los avasallados, principalmente los de América Latina y África, que sería prolijo revisarla dada la limitación de este apartado periodístico. El punto de partida, sin embargo, puede fijarse desde la llamada Proclamación Truman de la Plataforma Continental, del 28 de septiembre de 1945. Ahí se estableció que el gobierno de los Estados Unidos considera que “los recursos naturales del subsuelo marítimo de la plataforma continental bajo el altamar están sujetos a su jurisdicción y control”, y que “ciertas zonas de conservación de pesca de altamar sean para beneficio de los nacionales de Estados Unidos”. Este acto unilateral –muy al estilo del presidente Trump– fue el detonante para que los países costeros de Latinoamérica tomaran diversos posicionamientos sobre el derecho de sus pueblos para iniciar una movilización diplomática de vastos alcances.
“Al término de la Segunda Guerra Mundial, el Derecho del Mar tuvo una veloz evolución que culminó con la Tercera Conferencia (Caracas, Venezuela) y la Convención de Montego Bay (Jamaica), conocida como la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (o, por sus siglas en español, Convemar), adoptada en 1982”, resumió con claridad el embajador argentino Raúl Ricardez, presidente de la Comisión Nacional del Límite Externo de la Plataforma Continental de la Argentina. Esta plataforma es el declive del suelo marino a partir de las playas que termina en las zonas profundas de los mares, llamadas abisales o pelágicas.
México participó diplomáticamente en las numerosas discusiones sobre el nuevo Derecho del Mar que prefiguró la terminación de la llamada “libertad de los mares”, que aprovechaban los países económicamente poderosos para el saqueo de recursos pesqueros. Con la finalidad de ensanchar el entonces llamado “mar territorial” (12 millas náuticas), dada nuestra ubicación privilegiada con litorales en el Atlántico y en el Pacífico, al finalizar la Tercera Conferencia Mundial del Mar (en la que tuve la distinción de ser miembro de la delegación de México, al mando del canciller Jorge Castañeda de la Rosa) se tomaron acuerdos de fondo. México no esperó la decisión final dada en Montego Bay en 1989, sino que en el mes de noviembre de 1975, durante el mandato del presidente Luis Echeverría Álvarez, la nación mexicana asumió sus derechos soberanos sobre las 200 millas náuticas mediante la reforma al Artículo 27 de nuestra Constitución Política.
El párrafo sexto de dicho artículo estableció: “La Nación ejerce en una zona económica exclusiva situada fuera del mar territorial y adyacente a éste los derechos de soberanía y las jurisdicciones que determinen las leyes del Congreso. La zona económica exclusiva se extenderá a doscientas millas náuticas, medidas a partir de la línea de base, desde la cual se mide el mar territorial. En aquellos casos en que esa extensión produzca superposición con las zonas económicas de otros Estados, la delimitación se hará, en la medida que resulte necesario, mediante acuerdo con estos Estados”. Este paso decisivo hizo crecer nuestro dominio sobre las áreas oceánicas y constituyó un hito histórico.
Como antecedente ilustrativo de este logro, cabe señalar que en el siglo XVIII (1760), durante el virreinato español, se adoptaron tres millas a partir de nuestras antiguas costas. El territorio aún no había sido mutilado por las guerras de Texas (1836) y contra los Estados Unidos en 1848, que se medían en razón del alcance de un cañón de la época. En el México independiente no fue sino hasta el 18 de diciembre de 1902 que se incluyó en la Ley de Bienes Nacionales el reconocimiento de las tres millas náuticas de mar territorial.
Posteriormente, el 29 de agosto de 1935, se promulgaron nueve millas náuticas en la reforma que se hizo a la Ley de Bienes Inmuebles de la Nación, y en 1960 se reconocieron las 12 millas náuticas, en las cuales México ejercía su soberanía nacional. Con ello el país creció dos veces más que la tierra firme en que se asienta.
Hoy, al reconocerse conforme los mandamientos constitucionales las 200 millas náuticas, México tiene una superficie total, cuantificada en tierra y mares, de 5 millones 114 mil 295 kilómetros cuadrados, cifra constatada en la obra Nuestros Mares. Condición Jurídica y Recursos Económicos, editada por la Secretaría de Marina en 1981, cuyos autores fueron el almirante Fernando Piana Lara y el licenciado Max Notholt. Cabe hacer notar que esta impresionante extensión es totalmente desconocida por la mayoría de los mexicanos y ha sido ignorada por nuestros regímenes en cuanto al potencial que representa, pues la explotación se ha centrado en petróleo y gas, y se han poblado muy pocas de las 616 mil 865 islas que se poseen en esta vasta zona marítima y que equivalen a 5 mil 364 kilómetros cuadrados de superficie insular. La importancia de estas islas radica en que son referentes para fijar nuestras fronteras marítimas con las naciones vecinas, como Estados Unidos, Belice, Guatemala, Cuba y Honduras (Isla de Swan).
Lamentablemente, no obstante este promisorio panorama de enormes riquezas marinas e isleñas, nuestros gobiernos han vivido de espaldas a sus zonas marinas, cuando la experiencia histórica demanda todo lo contrario: perdimos la isla Clipperton y el Archipiélago del Atlántico Norte.
En el primer caso, la posesión de la isla Clipperton fue disputada entre México y Francia. Tras su declaración de independencia en 1821, México se consideró heredero de los derechos de España sobre la isla, por lo que pasó a formar parte de nuestro país. Las constituciones mexicanas de 1824 y 1857 incluyen explícitamente a la isla dentro del territorio nacional. Pero el segundo imperio francés no reconoció la Constitución Mexicana de 1857; el emperador Napoleón III ordenó la anexión de la isla y sobrevino un forcejeo entre Inglaterra, Francia y los reclamos mexicanos por adueñarse de lo que, en derecho, le pertenecía a México.
Entonces el gobierno francés le pidió al Vaticano que decidiera sobre la propiedad; en 1930, la Santa Sede asignó esta tarea al rey de Italia, Víctor Manuel III, quien finalmente decidió en favor de Francia. Porfirio Díaz reconoció y se sometió al dictamen del monarca italiano en 1931.
En el segundo caso, se trató de la impune anexión que hizo del archipiélago el gobierno de los Estados Unidos para establecer allí bases militares.
Por estas y muchas razones más, es necesario fijar una política que conjugue la conservación, explotación y administración de los valiosos recursos que se localizan en nuestra ZEE: hidrocarburos, flora, fauna, metales, elementos bióticos, etcétera, sin descuidar la prevención de fenómenos del medio ambiente y accidentes debido a fallas humanas que causan la contaminación y otros desastres.
Preservemos entonces este Mare nostrum, que integra un preciado e incalculable patrimonio nacional para beneficio y disfrute de las generaciones actuales y de aquellas que nos sucedan.