No deja de llamar mi atención el surgimiento de “líderes” sociales, populares o comunitarios, como se les quiera llamar, cuya fama y fuerza (buena o nociva) rebasa con creces la de los “dirigentes públicos”, entre los que incluyo a los gobernantes de todos los niveles, a los legisladores e incluso a los representantes sindicales. Siempre, por supuesto, con afortunadas excepciones.
Esos líderes sociales suelen ser queridos, defendidos y hasta protegidos por sus comunidades. A diferencia de los dirigentes enunciados, no hacen sino llenar los vacíos que dejan la ineptitud, la negligencia o la franca corrupción de quienes inmerecidamente ocupan altas plazas del vastísimo escalafón burocrático nacional. Desde los alcaldes hasta la jefatura del Poder Ejecutivo Federal.
La burguesía oficial necesita condiciones mínimas de gobernabilidad para ejercer sus funciones.
Sin embargo, los gobiernos autócratas suelen entrar en crisis de gobernanza cuando, al paso de los años, las burocracias en que se apoyan, castradas políticamente por la consuetudinaria subordinación que les impone la costumbre del poder, dejan de producir liderazgos y se limitan a empoderar “dirigencias”. Confunden la eficacia y la lealtad con la obediencia y la sumisión.
La diferencia entre un líder y un dirigente resulta abismal. Y este es, sin duda, uno de los mayores fracasos del sistema político mexicano: no distingue entre la legalidad estatutaria de un dirigente sindical o un empleado meritorio, con la legitimidad del mandato que le otorga a un líder social la confianza ciudadana, de facto o en las urnas. Mucho menos sabe o cree en la necesaria construcción de líderes sociales que coadyuven a la gobernanza del poder público.
En el ABC de la dirigencia social y la dirigencia política (abundan las referencias), lo que es bueno para una persona, un ciudadano o su comunidad, lo es también para el líder. Esta es una regla de oro que suelen ignorar los burócratas de pasillo o los de partido, convertidos en “dirigentes”, en “funcionarios públicos” o en reyezuelos estatales por obra y gracia del jefe superior.
Debo insistir en que hay honorables excepciones. Pero la percepción general que deja la experiencia de décadas, es que disfrutan de un escaño en el Senado, una curul en la Cámara de Diputados, una Secretaría de Estado en el gabinete o un mullido sillón en el Palacio de Gobierno, por sus servicios al jefe o al partido, no a la comunidad. Por eso son solemnes desconocidos en su distrito, en su municipio o en su entidad. Por eso las rechiflas y otras expresiones de reproche en eventos públicos de falso armado. Se les encarga una Secretaría de Estado por cuatismo, aunque sea nulo su conocimiento o carezcan de experiencia en la responsabilidad que se les confía. De ahí sus estrepitosos fracasos en el ejercicio del cargo: creen que les basta con administrar el nombramiento.
No dejan buena memoria ni obra pública de beneficio colectivo, sino un rastro nauseabundo de crímenes, incapacidad, corrupción, complicidades y saqueo. Son desplazados automáticamente por líderes sociales naturales, buenos o malos, incluso algunos hasta con antecedentes penales. Pero en ellos cree la gente de su comunidad.
La función pública es un instrumento privilegiado para asumir el liderazgo político, social e institucional. Particularmente cuando los ciudadanos depositan en el funcionario público las tres joyas que necesita para lograrlo: confianza, presupuesto y la herramienta clave que es el poder legítimo.
El ejercicio del poder absoluto en manos de una sola persona, sin contrapesos legales, políticos y éticos, implica graves riesgos en un Estado democrático. El más grave y peligroso de ellos es la ambición de acumular más poder, porque entonces el Estado democrático deviene en autocracia. Autoritarismo. Dictadura. Se quebranta el orden institucional y se pone en riesgo la gobernabilidad.
Se presentan también las mayores amenazas para la paz pública: a) el miedo ciudadano a la inseguridad, y b) el miedo del poder público al surgimiento de liderazgos sociales que desafían su autoridad. Pero, a diferencia del ciudadano común, el poder público tiene recursos para defender sus privilegios y el monopolio de la fuerza en sus manos; convierte su miedo en represión sangrienta aunque ineficaz.
El dirigente decreta. El líder convence.
En México hay crisis de liderazgo porque el sistema asfixiante ha impedido que surjan. En este escenario y con miras a los comicios presidenciales de 2018, ¿hay líderes genuinos o potenciales entre quienes hoy se dan empellones y codazos para llegar al poder supremo? ¿Hay líderes con ideas? ¿Con proyecto? ¿Con valores? ¿Hay grandeza de miras para lograr el cambio?.